Fanny Bernal * fannybernalorozco@hotmail.com
Dicen los padres y dolientes de hijos fallecidos, que el acto de enterrar a un hijo es antinatural. Lo natural sería que los hijos enterraran a los padres. Así este hecho se convierte en un acontecimiento que destroza de manera brutal la vida, las creencias, los proyectos, las ilusiones. Para ellos la vida queda suspendida en un antes y un después que tarda mucho en pasar, es un dolor que ni con el tiempo disminuye y para el cual es difícil encontrar consuelo o mejoría.
La muerte de los hijos produce un vacío difícil de describir. Ante su pérdida, una mamá decía: "Me siento desgarrada, es como si me hubieran arrancado un pedazo de mi ser. Lo peor es que no puedo llorar, porque en casa todos me regañan".
En algunas familias, en vez de acompañarse, quejarse y llorar juntas; comienzan a hacer como si no hubiera pasado nada, tratan de seguir con sus rutinas, su cotidianidad y no se dan el tiempo para conversar acerca del dolor, de las necesidades que tienen y de la soledad ante la ausencia del ser querido fallecido, acciones estas que son inapropiadas y que impiden la expresión de las emociones y los sentimientos.
Conocí una familia en cuya casa quedó estrictamente prohibido hablar del hijo muerto en tristes circunstancias. Los padres sentían mucha rabia por la forma en que había fallecido y asumieron que silenciando su nombre y negando la existencia de él en sus vidas, podrían aliviar el dolor.
Jorge L. Tizón dice al respecto, en su libro Pérdida, pena, duelo: “La muerte de un hijo afecta la estructura del sistema familiar, supone un gravísimo conflicto, cambia la expresividad emocional y la cohesión. Altera toda la adaptabilidad del sistema, cambia sus emociones y fantasías básicas y altera todos los elementos básicos de la dinámica familiar”.
Así entonces, no solo hay dolor individual, también hay dolor de familia, como grupo y con su historia; los hilos de la urdimbre tejida hasta ese momento se han roto y nada volverá a ser igual. Los dolientes se miran con dolor, miedo, culpa, rabia, hostilidad, algunos pueden inclusive aislarse y creer que solos estarán mejor.
Un papá comentó, que si por él fuera, no saldría de la casa: "No quiero ver la vida en los otros, mi rabia es inmensa, tanta maldad en el mundo, asesinos, violadores, ladrones, corruptos y el de arriba escoge al hijo mío para llevárselo".
En muchos casos hay una queja constante de parte de los dolientes y es que no hubo despedida. Esta circunstancia afecta los procesos del duelo:
- "Yo no estaba ahí para protegerle, para cuidarle, para echarle la bendición".
- "Me siento… abandonado, perdido, me parece que hace muchos años que no le veo".
- "Quién puede entender mi enojo y mi soledad".
Todas estas expresiones de dolor son la muestra fehaciente de la pérdida y del sufrimiento.
El duelo por muerte inesperada de los hijos genera frustración, rabia, sensación de impotencia, decepción, vergüenza, vulnerabilidad, oleadas de angustia y puede que se sientan los síntomas de estrés postraumático, lo que se agudiza con el recuerdo repetitivo de las imágenes finales y trágicas, aumentando el desasosiego y la tensión emocional.
Dice la escritora Piedad Bonnett en su libro Lo que no tiene nombre: “Sé que en determinados momentos mi dolor me acerca a la locura. También hay brevísimos instantes de lucidez, de comprensión: No, Daniel no volverá jamás. Como si esta palabra afectara una parte de mi cerebro, que hace que me abisme a un estado desconocido, imposible de describir con palabras exactas”.
* Psicóloga - Profesora titular de la Universidad de Manizales.
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