A 15 años del atentado… aquel 22 de diciembre.
El hombre que habló con la muerte, el mensajero de valores y principios desde su inmovilidad, con gran poder testimonial, reside en la actualidad en una bella, sencilla y acogedora finca antioqueña, en el municipio de Caldas, cerca del sitio donde, en el fulgor de su carrera como entrenador de fútbol, criminales desalmados quisieron, por robarle, arrebatarle la vida.
Sus sueños desde aquel día no han cambiado. Quiere volar y volar, hasta hacer realidad su deseo de caminar, de gritar, de brincar, de abrazar a su hijo José Fernando y acariciar a su esposa, Adriana; de entrenar, de darle un golpe a la mesa o retorcerse de felicidad en el piso.
A diferencia del pasado, ya mueve sus omoplatos sin esfuerzo, siente una piquiña en un dedo, un dolor insoportable en una pierna, el que califica como señal de vida y sostiene un brazo a media altura. No hay imposibles. Su mejoría la mide en milímetros: dos por año, lo que para él es mucho.
En su hogar, la rutina medica es intensa. Entre tanto construye jugadas, analiza, ve partidos y alimenta mensajes para los jóvenes que escuchan sus charlas motivadoras. Quien mejor que él para hacerlo.
Su ejemplo de vida es natural. No lo impone, ni se lo imponen.
La insensibilidad de su cuerpo la contrarresta con la agilidad de mente y espíritu. Se ve sosegado, tranquilo, agradecido con Dios y feliz con sus amigos.
No se martiriza, ni se perturba. Aunque sombrío y entre líneas deja una duda. ¿Fue lo suyo un fleteo o un atentado?
Está ganando por amplio margen el peor partido de su vida, aunque ensombrece su rostro, cuando recuerda las desgracias de sus discípulos Viáfara y Fabbro, campeones como él de la Libertadores. Ambos detenidos.
Montoya es un maromero, un equilibrista, que hace ya 15 años le ganó la puja a la muerte que golpeó su puerta. Y a la ciencia que le pronosticó cinco horas de vida.
Han sido años y años de inactividad forzosa que no llena con melancolía, ni resentimiento. Al contrario, con ideas, gratitud y mensajes de vida.
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