Galopando en brioso y bello caballo llegó a Hollywood un muchacho sonriente, hijo de un acaudalado ranchero de Montana; lo habían llamado para inscribirlo como actor de las películas del Oeste, las famosas “Westerns” ya que su fama como osado jinete era sobresaliente.
Maestro en el cabalgar y dominio del caballo, en dar saltos inmensos en sus corceles, en alcanzar altas velocidades y levantarse sano de aparatosas caídas: era el protagonista ideal. Su nombre: Gary Cooper.
Llegaron los triunfos, la fama, los premios Oscar de la Academia; era visto como el galán ideal de cine: apuesto, caballero, viril, reservado y leal a la vez que inteligente. Se estableció en California y se casó el 15 de diciembre de 1933 con Verónica Balfe también del mundo del arte; una pareja ideal.
Ella era católica y en las noches meditaban la Biblia cada día y leían “vidas de santos” para seguir pasos de altura y bondad; un día la alegría se hizo mayor al nacer la hija a quien llamaron María, nombre de gratas recordaciones.
Su vida de familia se hizo fuerte y emblemática: un hogar feliz de belleza sin igual; él salía airoso en uno de sus caballos galopando con su pequeña María y repetía “María es toda mi vida”. Su esposa le invitó a visitar al Vaticano, conocieron al papa Pio XII y al padre Ford de los “ Cristóforos”.
El sol brilló espléndido el 9 de abril de 1959 día del bautismo de Gary; la vida les lucía hermosa y prometedora.
Al los 57 años surge un dolor: Gary es pronosticado de cáncer; acompañado en oración y afecto por su esposa e hija muere el 13 de mayo de 1961; se le escuchó decir: “acepto, agradezco... es la voluntad de Dios”.
Estrechando la mano de su amada hija María encontró la mano de otra María, la que hoy festejamos desde Fátima, la Madre de Jesús y de la Iglesia y creo que galopando en el más hermoso corcel del Apocalipsis donde llevó a Santa María entró al Paraíso de la felicidad eterna.
Con o sin “coronavirus” bien podemos hacer lo mismo: entrar un día al Cielo.