En Riohacha, capital de la Guajira, el rincón Caribe más lejano de la Colombia continental, solo se escucha “vallenato”. Es una música pegajosa y rítmica que acompaña letras tristes, historias completas que conforman la saga de las costumbres costeñas. En un barrio de calles de arena, los guajiros toman aguardiente Cristal y cerveza en los antejardines de las casas y las muchachas, que andan descalzas y llevan batas vaporosas, bailan al ritmo del “Binomio de Oro”, el dúo vallenato de moda. “Quémalaaa, Quéma-laaa”, dice una canción, mientras la brisa del Caribe recorre las calles.
La leyenda dice que los guajiros matan por cualquier cosa. En la misma esquina del barrio de Riohacha, jóvenes negros invitan a los “cachacos” y les cuentan historias inverosímiles: familias enteras que se han diezmado a causa del “honor” de una muchacha, como en Crónica de una muerte anunciada. “A mi primo lo mataron ayer en una fiesta, por eso no quiero que mi hermana baile en la calle”, dice un guajiro ebrio, que lleva su botella de aguardiente en la mano.
Al otro día, en la plaza central, en cuyo único cine está anunciada desde hace una semana la película garciamarquina Tiempo de morir, una muchacha de la nobleza guajira se casa con el hijo de un magistrado. Bajo la canícula, a 40 grados centígrados, comienzan a aparecer los políticos y funcionarios vestidos como “cachacos”, con sus corbatas y sus camisas de cuello almidonado.
Ancianas vestidas de negro, como Úrsula lguarán, y con mantilla española no sudan frente a la iglesia, mientras las paredes se derriten. La misa comienza. Más allá, a unas cuantas cuadras, está el muelle de madera que inmortalizó García Márquez en el Amor en los tiempos del cólera, las palmeras, y la aduana que vieron los ojos de Fermina Daza cuando tuvo que vivir exiliada en Riohacha. Aquí, a este fin del mundo, la mandó su padre para que no se casara con Florentino Ariza.
En la playa no hay un solo turista. Solo este “cachaco” se precia de ser el único de la semana. Uno puede caminar cien metros adentro de la playa, sin peligro de que las olas se lo traguen. Y junto a un edificio de diez pisos que iba a ser un hotel y que ahora parece el esqueleto de un dinosaurio, se pueden ver un millón de variedades de conchas marinas arrastradas hasta allá por el oleaje. Junto al muelle, viejos barcos pesqueros sobrevivientes de la guerra mundial se mecen lentamente con aires de pasado y de nostalgia naufragada. El edificio, que pudo ser el inicio de la época turística para esta ciudad, no pudo concluirse porque su dueño fue ultimado a balazos por razones de negocios.
Al salir de Riohacha uno ve la sierra nevada de Santa Marta, un pedazo de tierra fría al lado del mar, un pico nevado que puede observarse desde la playa. En autobuses térmicos equipados uno puede viajar por la costa a todo confort. A lo lejos, Santa Marta, a la vera del camino hermosas casonas de comienzos de siglo derruidas por el salitre y una interminable ciénaga repleta de tallos muertos de árboles. Ahí murió el general Simón Bolívar, en la quinta de San Pedro Alejandrino. La carretera impecable nos conduce a través de las eternas ciénagas. El pico nevado se ve a lo lejos y se alcanzan a percibir los caminos por donde se llevaron a Fermina Márquez al exilio de Riohacha. Los pueblecillos desde donde, con la complicidad de los telegrafistas, la mujer recibió mensajes de su anacrónico y cuasicachaco enamorado.
Atención: la desembocadura del río Magdalena. lnmenso, colorido de barro, el río se explaya con toda su fuerza y su carga y se abre paso hasta el mar. Viene desde el sur de Colombia y atravesa todo el país para depositar su savia en estas costas a 37 grados centígrados. El sopor insoportable hace morir a la gente a mediodía en esas siestas de iguana. Y ahora Barranquilla, la urbe metálica de los rascacielos y los barrios interminables que crecen al vapor, bajo el fuego del sol. Desde el autobús uno ve los destellos enceguecedores que proyectan los tejados de lata y las vidrieras de los edificios. Barranquilla es la metrópoli de la costa, centro de comercio, lugar en donde se publican los más importantes periódicos y cuya vigorosa tradición cultural inauguraron en su tiempo Ramón Vinyes, el “sabio catalán” de Cien años de soledad, y Álvaro Cepeda Samudio, iniciador del periodismo moderno en Colombia. En esta urbe empotrada en el Caribe, floreció el “Grupo de Barranquilla”, de donde salió García Márquez.
Cartagena, por el contrario, vive solo de su belleza. Todavía se yerguen enhiestas las murallas que contuvieron los ataques de los corsarios ingleses y que protegieron las inmensas riquezas provenientes del sur y del norte y que allí hacían escala antes de partir a España. A unos cuantos kilómetros de allí fue localizado el galeón San José y sus riquezas son invaluables, pero yacen en el fondo del mar. En El amor en los tiempos del cólera un pícaro engaña a Florentino haciéndole creer que está a punto de recuperar las joyas y el oro sepultado. Cartagena es protagonista de esa novela y uno puede pasar por el mercado donde Fermina comprendió que Florentino era un pobre diablo, y visitar el barrio de Manga, donde vivieron felices Juvenal y Fermina, y ver una casa idéntica a la que vio morir al médico cuando intentaba rescatar al loro de un árbol.
El centro está como hace doscientos, trescientos años. Los balcones amplios que daban sombra, los entrepisos, los patios, los aljibes, los largos zaguanes, los corredores repletos de fantasmas de inquisidores, renegados y conversos. El Palacio de la Inquisición, la iglesia de Santo Domingo, el templo de los jesuitas, la bahía de las ánimas.
De noche se ve a Blas de Lezo, el tuerto, manco y cojo que defendió la ciudad de un corsario, y es hoy el héroe mitológico de la ciudad. Los cañones todavía están en fila, listos para disparar al enemigo, y en la casa del marqués de Valdehoyos, que en la novela de García Márquez se llama Casalduero, uno puede ver dos enormes papagayos coloridos y hermosos, solitarios en medio de la noche inolvidable de Cartagena mirándolo a uno desde el pasado de los siglos.
De día, cuando Cartagena despierta y uno ve a los cartageneros caminar por las estrechas callejuelas o entrar a las viejas tabernas, la luz se hace y el visitante no solo sabe que está en la ciudad más bella y conservada del Caribe, sino que quien la visita y la vive pertenece a una dimensión inescrutable de la fantasía.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015