Uno de los acontecimientos de que fui testigo el año pasado fue el incendio de la catedral de Notre Dame. Ese templo acogió durante siglos las más diversas actividades como misas, bautizos, confirmaciones, bodas, entierros, coronaciones reales y plegarias ante amenazas de invasiones exteriores y su imagen dio estabilidad pétrea a todas las generaciones de habitantes que se sucedían en una caravana de nacimientos, enfermedades, accidentes, asesinatos y muertes.
El apretujamiento, el olor nauseabundo, la humedad, el frío de los inviernos, la sangre de las guerras y las ejecuciones, los carnavales y las fiestas, el paso de payasos y milagreros, el griterío alrededor de los arrancamuelas, la invasión de moscos, ratas e insectos en verano se sucedían cada año imponiendo su ritual novelesco, muy bien descrito en la magistral novela El perfume, de Patrick Suskind.
Hasta que en la segunda mitad el siglo XIX, años después de la publicación por Víctor Hugo de la novela Nuestra Señora de París, la inolvidable historia de Esmeralda y el jorobado Quasimodo, las autoridades derrumbaron el barrio insalubre de siglos para abrirle espacios al templo, que desde entonces reina casi solitario y central en la explanada frente a la estatua ecuestre de Carlomagno, junto a monumentales construcciones como el viejo hospital y el Palacio de Justicia, en cuyo vientre quedó la Santa Capilla de los reyes y la torre donde estuvo presa María Antonieta antes de ser decapitada.
El arquitecto Viollet-le-Duc, el gran restaurador de los viejos monumentos en todo el país, remozó la Catedral a su gusto y capricho, le puso la aguja cargada de apóstoles y santos, renovó gárgolas, y respetando la enorme estructura casi milenaria de madera, también conocida como El Bosque, la techó con hojalatas impermeables de plomo que desde entonces vieron nuevas generaciones de románticos, parnasianos, simbolistas y surrealistas hasta nuestros días.
Visto por detrás, desde la vecina isla San Luis, el techo que a veces cobraba un color verdoso de antigüedad metálica generaba calma y placidez en fieles y turistas que acudían a verla, como si fuera el símbolo de una eternidad inefable, una enorme gata, una esfinge impasible que coronaba y daba estabilidad a la estructura pétrea. Construida a lo largo de un siglo por cofradías de artesanos medievales que de ciudad en ciudad iban por Europa creando moles incomprensibles cantadas por poetas, registradas por pintores, estremecidas por organistas y bendecidas y admiradas por reyes, emperadores, papas, cardenales y obispos, la catedral parecía eterna.
Por eso, al igual que cuando Gargantúa se subió como King Kong a las torres de Notre Dame en la novela de Rabelais, el rumor se apoderó de la ciudad ese 15 de abril en la tarde, cuando los noticieros de televisión empezaron a mostrar en vivo la insólita e increíble imagen de una humareda sobrevolando la ciudad y cuyo origen era la intocable, la invulnerable basílica de todos los tiempos.
En la barra del bistrot donde estaba y donde veíamos las imágenes de BFMTV, las especulaciones surgían esa tarde entre los trabajadores de todos los orígenes que a esa hora, cansados, piden una copa para desestresarse después de una larga jornada de trabajo como albañiles, barrenderos, choferes o enfermeros. ¿Un atentado yihadista? ¿Un episodio más de la guerra larvada de civilizaciones? ¿Un capítulo más de la larga lista de sucesos como los atentados de Charlie Hebdo y Bataclán y otros sitios de la ciudad donde fueron acribillados cientos de habitantes? ¿El anuncio de una guerra inminente? ¿La resurrección de aquella pregunta hitleriana de 70 años atrás: Arde París?
Salí a la calle y vi esa inmensa humareda cargada de plomo como si fuera el fruto de una pesadilla y después, ya desde el piso 12 de un edificio de la Place d'Italie, las llamas rojas como tizones ardientes devorando la aguja y el techo de Notre Dame. Jóvenes millenials franceses no daban crédito a lo que veían y miraban hipnotizados el ombligo de la ciudad en llamas. Un ombligo literal, como si ellos estuvieran unidos a ese monumento por un cordón umbilical. Se daban abrazos. Lloraban. Recordaban cuando los llevó la abuela por primera vez.
Tomé el metro y bajé en la estación Cardenal Lemoine y de ahí caminé por las calles adoquinadas hasta las riberas del Sena, donde la policía tenía acordonada la zona. Ya había caído la noche y la aguja agregada por Viollet-le-Duc en el siglo XIX se derrumbaba y se hundía sobre la bóveda del templo con todo su peso y sus apóstoles de yeso. Solo quedaban cenizas alrededor. El bosque de mil añejas vigas de roble instaladas hacía ocho siglos había desaparecido en unas horas.
Pasé los retenes de policía, bajé las escalinatas y me coloqué debajo de un puente que cruza uno de los brazos del río que rodea la isla y desde donde se veía el templo por detrás en todo su esplendor de fuego. Muchas jóvenes, familias, parejas, ancianos, captaban las imágenes con sus celulares y susurraban o permanecían en silencio como corderos. Las imágenes irreales, expresionistas, futuristas, parecían pintadas por Goya, Ensor o Edward Munch.
Un grupo de diez bomberos fue destacado en misión casi suicida a subir a lo alto de una de las dos torres para tratar de conjurar las llamas, pues había serio riesgo de que se desplomara y con ella toda la estructura. Una noticia inimaginable. A lo lejos, desde lo alto de las escaleras de los vehículos de bomberos, se lanzaban potentes chorros de agua para tratar de circunscribir el fuego. Se decía que esos chorros debilitaban y ponían en peligro la pesada estructura pétrea. Cualquier cosa podía pasar. Solo hasta la madrugada se confirmó al fin que el ícono de París no se derrumbaba.
Cuando pasaban los bomberos en embarcaciones fluviales, la muchedumbre aplaudía y los felicitaba. Por un momento se volvieron héroes. Allí un músico tocaba el chelo, más allá un grupo de jóvenes interpretaba sentidos cantos sacros. Las sirenas de los bomberos y los vehículos de policía ululaban por el barrio. La gente pasaba rauda junto a la librería Shakespeare and Co, el Hotel Esmeralda o por la rue Saint Jacques, que fue hace 2000 años el cardo máximo, la calle central de la ciudad romana Lutecia.
Había ocurrido lo impensable. Ya era hora de pedir un vino en la barra de un café, a donde llegaban agitados los habitantes de la ciudad que en romería no querían perderse el espectáculo. También se reposaban allí por un momento los fotógrafos y los camarógrafos de las televisiones o los curiosos.
A esas horas de medianoche la ciudad parecía de día. Habíamos sido testigos de otro episodio histórico, como las impresionantes crecidas del Sena que por esas mismas fechas amenazaban con desbordarse e inundar todo, casas, museos, archivos, escuelas, gimnasios. Todo es histórico en este museo-ciudad. El tiempo nos aplasta y se vuelve circular. Los fantasmas del pasado flotaban con el humo en el aire. Entre amigos tomamos otra copa de vino y otra más brindado por la pervivencia de esta catedral en llamas donde ardía un milenio.
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