José Asunción Silva (1865-1896), conocido por sus nocturnos y por ser uno de los más brillantes y malogrados representantes de esa generación, tuvo que soportar la pacatería de una ciudad colonial y brumosa, situada en las alturas de la cordillera andina, dedicado a un arte absurdo para entonces: la poesía.
Heredero de un negocio que no sabía manejar, requerido por compromisos sociales y chismografías de convento, el joven no resiste y se suicida a los treinta años, ante la indiferencia de sus contemporáneos. Antes vivió un tiempo en París, a donde viajó enviado por su padre en funciones comerciales. En Venezuela, de regreso a Colombia, naufraga el vapor América, en donde viajaba también el gran prosista modernista Enrique Gómez Carrillo. Silva pierde los manuscritos de los Cuentos negros y “lo mejor de mi obra”.
Poco antes de morir rehace De Sobremesa, novela que reúne todas las características esenciales de su personalidad y su época. La novela sucede durante la sobremesa. Fernández, que es un millonario decadente, les cuenta a sus amigos las dudas respecto a su actividad literaria y después de ser requerido comienza a leerles el relato de sus aventuras en Europa.
Los primeros capítulos de ese diario están cargados de las lecturas de la época: María Bashkirtseff, Maurice Barrès, Max Nordau, Nietzsche, Swimburne, Verlaine, etcétera. Los amigos que lo escuchan en el exquisito ambiente de su mansión bogotana, son opacos personajes que admiran al poeta Fernández, pero que no pueden comprender sus angustias y frustraciones.
El protagonista de la novela se enreda con una bella mujer, la Orloff, a quien encuentra después en el lecho dedicada al arte de Lesbos con una de sus amigas: “Al hacer saltar la puerta de la alcoba que se deshizo al primer empujón brutal y cedió rompiéndose, un doble grito de terror me sonó en los oídos y antes de que ninguna de las dos pudiera desenlazarse, había alzado con un impulso de loco, duplicado por la ira el grupo infame, lo había tirado al suelo, sobre la piel de oso negro que está al pie del lecho, y lo golpeaba furiosamente con todas mis fuerzas, arrancando gritos y blasfemias, con las manos violentas, con los tacones de las botas, como quien aplasta una culebra”.
Después de la decepción, Fernández huye a Whyl y delira inventando un sistema apto para su país. Es una metáfora del progreso, donde “las monstruosas fábricas nublarán en ese entonces con el humo denso de sus chimeneas el azul profundo de los cielos que cobijan nuestros paisajes tropicales; vibrará en los llanos el grito metálico de las locomotoras que cruzan los rieles comunicando las ciudades y los pueblecillos nacidos donde quince años antes fueron las estaciones de madera tosca y donde, a la hora en que escribo, entre lo enmarañado de la selva virgen, extienden sus ramas las colosales ceibas”.
Al sueño político que en De sobremesa adquiere los contornos del ensayo dentro de la novela, el personaje vive sus conquistas amorosas: Nini Rousset, Helena de Scilly Dancourt, Lady Vivienne, Fanny Green, etcétera, y prueba el cloroformo, el éter, la morfina y el hachís.
Personaje disimétrico, telúrico, caprichoso, malvado, Fernández es la encarnación del espíritu de una época que iba rumbo a la catástrofe. Mientras los industriales organizaban ferias mundiales y en ciertos cabarets se hablaba de la belle époque, los modernistas, más en la prosa que en la poesía, palpaban el malestar del fin de siglo. A nivel formal, Silva no se queda atrás y nos ofrece un texto fraccionado, absurdo, que contrasta con las novelas realistas y sus tramas ordenadas con moraleja y broche de oro.
En ciertos pasajes uno cree ver ya en José Asunción Silva elementos formales que hicieron novedoso a Cortázar setenta años después. Por eso la lectura de De sobremesa y otras obras en prosa de esa generación, nos indica que la generación modernista fue un destello maravilloso que hoy sigue iluminando en latinoamérica, pues responde a las inquietudes frente al progreso, la frivolidad y la codicia generalizados en el mundo.
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