Cada ciudad en el mundo ha tenido a su Rimbaud, el geniecillo adolescente que desde temprano tensa las palabras como nadie y después de los fulgores iniciales se esfuma en la vida y desaparece para siempre en el relativo olvido del exilio interior o exterior. Charleville fue la ciudad donde nació el autor del barco Ebrio y ahora toda ella está dedicada a la memoria de su ilustre hijo, que en vida fue todo menos la gloria que resultó ser después.
Rimbaud se escapó de la escuela y de la casa cuando tenía 15 años y llegó a París atraído por la gloria de los poetas que reinaban en aquel entonces como las máximas estrellas. Allí busca al bohemio Paul Verlaine, una década mayor que él y comienza entre ellos una relación amorosa que causa escándalo y los hunde a ambos en la desgracia y el desprestigio. La pasión es tan fuerte entre ambos que escapan a Bruselas y Londres y después de idas y venidas, en una pelea mutua, Verlaine dispara y hiere a su amante, que era casi un poeta niño, delito por el cual paga cárcel.
Después Rimbaud, quien fue admirado en los cenáculos donde lo presentó Verlaine, decide partir de Francia para siempre hacia otras tierras y desaparece como comerciante y traficante en el caluroso Cuerno de África, de donde mucho tiempo después será traído a Francia enfermo y con una extremidad gangrenada para morir en Marsella a los 39 años tras una amputación de su pierna, rodeado por su hermana y su madre, que siempre quisieron al más loco y problemático de la familia.
Después Verlaine murió pobre y alcohólico aunque famoso y Rimbaud se convirtió en la leyenda más grande de la poesía de su país y una de las mayores del mundo. Su gloria es absoluta y es ejemplo para los poetas adolescentes del mundo, aquellos que de manera precoz son infectados por la pasión literaria desde los tiempos de la escuela y a veces mueren en el intento.
Al recordar a Rimbaud, trato de evocar al que para mí es el Rimbaud de mi ciudad natal Manizales, Rodrigo Acevedo González (1955-1996), de quien tuve la fortuna de ser amigo y compartir la pasión por las letras cuando éramos aun adolescentes. De él conservo unas 30 cartas que me escribió en esos tiempos y desde el olvido trato de rescatar a aquel fugaz gran escritor que puede figurar en cualquier antología de la poesía colombiana del siglo XX. Nuestra amistad estaba marcada por la coincidencia de que él hubiese nacido en Manizales un 6 de septiembre y yo un 7, lo que nos unía en el signo zodiacal Virgo y en la literatura.
Nació en 1955 y desde los tiempos del colegio se destacó por su poesía y la extraordinaria pasión por la lectura. Blanco, de mediana estatura, tal vez de ojos claros, el pelo ensortijado rubio al estilo de Rimbaud, el personaje ya era un dandy a los 17 años cuando lo conocí y lo sería después en su exilio interior. Yo había terminado el bachillerato y viajado a Bogotá para estudiar en la Universidad Nacional y varias veces fue a visitarnos a los amigos en la fría capital colombiana, donde se la pasaba encerrado en la Biblioteca Luis Ángel Arango o visitando librerías. Se hospedaba en nuestras casas y a veces expresaba su deseo de morir muy joven como todos los poetas malditos.
Dos años después me fui a Europa y tuve menos contacto con él, salvo algunas veces que regresé al país y coincidimos en Manizales. Sé que por su hipersensibilidad su vida no fue nada fácil y la última vez que lo vi andaba una noche por la calle central de la ciudad con su perro, si no me olvido, un bello pastor alemán. No sé cómo habrá sido su vida en esos años hasta cuando nos dejó de súbito a los 41 años por una complicación cerebral, dejando una valiosa obra y tal vez muchos papeles que no sé si su familia conserva.
Tengo pues el recuerdo de un brillante adolescente que devoraba todos los libros y tenía las mayores ambiciones literarias. Como a mí, lo habían expulsado de varios colegios por amar la cultura y ser rebelde. Ganó algunos premios literarios y publicó libros que fueron destacados por el ensayista y amigo, también desaparecido prematuramente, Roberto Vélez Correa, en su imprescindible libro Literatura de Caldas (1967-1997). En un ensayo corto y profundo, Vélez Correa resume la estela vital y literaria dejada por nuestro Rimbaud.
En el territorio y la máscara (1981) y Poemas del tiempo recobrado, publicado en 2000 con carácter póstumo, asistimos a una poesía moderna que rinde homenaje a los autores leídos como José Asunción Silva, Marcel Proust, Jorge Luis Borges y a la vez expresa la rebeldía con el mundo y el tiempo que le tocó vivir. Su palabra poética es precisa, concreta, terrible y sus recursos efectivos y tajantes. La amplia lectura de los clásicos y los modernos y el profundo espíritu crítico marcan su obra con una gran lucidez y un sentido de la ruptura con la tradición.
Cada vez que abro sus poemarios y calibro su certera palabra, deseo que algún día su obra reunida se publique y que tal vez se encuentren los papeles extraviados u ocultos de este gran autor. En las cartas suyas que conservo también se muestra todo su talento y ambición y la fuerza de la pasión literaria de quien cuando las escribe no llegaba a los 19 años. Durante las dos décadas posteriores a nuestros encuentros en aquellos lejanos tiempos bogotanos, me enteré poco a poco de su leyenda. Como lo cuenta con muchos detalles su amigo y contemporáneo Vélez Correa en su ensayo, Acevedo fue un rebelde y se exilió en su propia tierra negándose a establecer contactos con el mundo literario y rechazando incluso ser publicado. Cultivo con orgullo su famosa neurastenia.
Como Rimbaud, Acevedo González escogió su propia aventura solitaria, no en los lejanos países del Medio Oriente ni en el Sahara, sino en la propia ciudad que lo vio nacer y crecer y morir. Nada quería tener que ver con su tiempo y su país y altivo como cuando era adolescente, escogió su propia Torre de Marfil para ser feliz en la literatura y la música. Me alegra que cuando iba a Manizales siempre nos vimos y charlamos como si no hubiera pasado el tiempo, caminando por las calles junto a otro amigo, el filósofo, erudito y místico Carlos Arturo Orozco. Tenía un excelente sentido del humor, amaba el vino y era alegre y hedonista a pesar de los tormentos y los cambios de ánimo o las turbulencias mentales que en otros momentos lo asaltaban. De su imagen me queda la elegancia intemporal de su figura y la felicidad que expresaba al encontrar a sus cómplices y amigos en la literatura y el vino.
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