Durante la última feria del libro de Manizales, que fue dedicada a la literatura colombiana, la ciudad estuvo cubierta por la niebla, fenómeno que le confiere un extraño aspecto londinense en las alturas de los Andes y sorprende a los visitantes que tiritan de frío asombrados por los helajes matutinos y los aguaceros de la tarde. Desde una habitación con mirada hacia las montañas, pude volver a percibir ese extraño ambiente de brumas que era el habitual a lo largo del año para quienes nacimos a mediados del siglo pasado, cuando los nevados aún estaban cubiertos de nieve y los niños íbamos rumbo a la escuela con bufanda, abrigo, guiándonos a veces por una brújula personal ante la carencia de visibilidad.
En los desvanes de la memoria la ciudad fría y neblinosa, rodeada de montañas y bosques templados es la auténtica y desde ahí lucha contra la irrupción de la tierra caliente, la devastación de la naturaleza arrasada por barrios, edificios y avenidas de cemento y la desaparición de las añejas vestimentas usadas antaño por los habitantes para luchar contra las corrientes heladas. Aunque provisional, la permanencia durante varios días de este fenómeno climático mientras se exponen libros, se hacen debates sobre diversos temas o se escuchan conciertos, otorga a la ciudad un carácter literario que en otros tiempos fue primordial.
Los fantasmas de los humanistas de otros tiempos parecieron deambular gozosos por las calles ocultas, cuando con sus abrigos y sombreros Stetson se refugiaban de la lluvia bajo los aleros de las viejas casonas desaparecidas, mientras reflexionaban sobre temas de literatura clásica o filosofía o repetían en secreto y con ritmo especial sonetos y largos poemas escritos en alejandrinos por autores pasados de moda que como Guillermo Valencia o Porfirio Barba Jacob estaban anclados en el modernismo.
La coincidencia durante estos días de las fiestas del libro en el nuevo Centro Cultural Rogelio Salmona de la Universidad y de la dramaturgia en el viejo y moderno Teatro Fudadores nos hace recordar la larga y fértil tradición cultural de Manizales, ciudad que sigue siendo una incógnita o un enigma en Colombia, país centralista de regiones poderosas que cierra los ojos con frecuencia a sus riquezas ocultas. Por lo regular son los visitantes extranjeros los que han descubierto esos secretos culturales y paisajísticos y los han encomiado sin límites, aunque para otros colombianos la urbe de las montañas es una ciudad fantasma.
Bajo la lluvia y la niebla uno trata de rescatar del olvido a esos autores que ejercieron en la ciudad cuando el editor Arturo Zapata publicaba en los años 30 y 40 a los principales escritores del país y al mismo tiempo se construían edificaciones, palacios y mansiones memorables de estilo Art Deco o republicano, se erguía la Catedral gigantesca o se creaba el famoso Cable por donde llegaban y salían las mercancías que daban riqueza a la región pujante.
En esos ámbitos surgieron figuras tan contradictorias y excéntricas como el demencial Leonardo Quijano, esteta que creó su propio lenguaje y en las calles, vestido de Chaplin, peroraba sus discursos crípticos en rebelión contra una sociedad elitista, conservadora y cerrada, o Tulio Bayer, el médico revolucionario nacido en Riosucio que osó entrar a una elegante cena pública con una prostituta, denunció la corrupción de los políticos locales y creó una guerrilla ilustrada y delirante antes de partir al exilio en Europa, donde cuestionó las derivas del totalitarismo.
A ellos se agregan personalidades originales y raras como Bernardo Arias Trujillo, traductor de Óscar Wilde, articulista polémico, poeta y novelista, José Vélez Sáenz, cuya literatura existencialista abordó temas incómodos desde el margen de su propia insurrección, Iván Cocherín, quien ocultó tras un seudónimo eslavo escribió literatura proletaria, los poetas Fernando Mejía Mejía, Javier Arias Ramírez o Rodrigo Acevedo González, y Danilo Cruz Vélez, quien se izó desde su soledad de pensador y germanista a las más grandes alturas de la filosofía latinoamericana y mundial.
En la soledad y el olvido varios de esos autores ejercieron una literatura realista y naturalista en confrontación con otros que estaban carcomidos por una retórica modernista rezagada donde lo importante no era contar o expresarse sino escribir bonito y fatigar con adjetivos y adornos las páginas de su propia desidia. Unos y otros pertenecen a la historia de la literatura local y merecen análisis comparados, rescates y exploraciones que pueden esclarecer los rumbos de las letras practicadas en estos filos donde es común el exilio en la propia tierra.
La niebla excepcional que cubrió esta semana a la ciudad es la metáfora de la soledad del artista y el escritor oriundo de estas tierras, acostumbrado desde siempre a vivir en el olvido y el silencio, como el dandy Óscar Jurado, poeta, ensayista y dramaturgo cuya vida transcurrió rodeada de libros desde un margen dotado de una dignidad a toda prueba, las excelentes poetas modernas Beatriz Zuluaga y Dominga Palacios, o el nadaísta Mario Escobar Ortiz, que en las páginas literarias de este diario abrió puertas y ventanas a los nuevos autores adolescentes y a las literaturas que irrumpían desde todos los puntos cardinales en los tiempos ya lejanos del rico boom latinoamericano.
Una lista interminable de articulistas, ensayistas, poetas, novelistas, traductores, filósofos, pintores, músicos, científicos, botánicos, ornitólogos, ajedrecistas, matemáticos, urbanistas, arquitectos, han nacido y crecido entre la niebla de la ciudad, fieles siempre a las bibliotecas, abiertos a las culturas y las artes del mundo y por eso es necesario rastrear sus obras perdidas para que no se las lleve el viento, la lluvia y la bruma de los olvidos. Es indudable que en esta ciudad ideas, imágenes y palabras se han arraigado desde siempre en sus calles y espacios públicos y que la poesía, el pensamiento y la literatura irrigan en silencio la mente de unos pobladores excéntricos y solitarios que respiran la vigilante nieve de sus montañas y el agua helada de los aguaceros nocturnos.
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