Ahora que media humanidad está confinada y aterrorizada por la peste y cuando nos encontramos en el centro de la catástrofe mundial, me refugio feliz en la obra de Alvaro Mutis, pues es una preparación minuciosa para vivir el desastre y su lectura, especialmente de la poesía, es una pedagogía efectiva para encaminarse al cataclismo. En un poema tan fuerte e iniciático como el que se refiere a la creciente, Mutis nos muestra los cuerpos pútridos o los árboles y troncos que el río lleva en su corriente en un largo viaje hacia las desembocaduras.
Desde muy temprano Mutis experimentó el hundimiento del universo personal y colectivo. En 1933 muere su padre Santiago, joven diplomático en Bélgica que había sido secretario privado de dos presidentes conservadores. A los nueve años el niño pierde a su padre y ve como se derrumba la situación familiar, pues se acaban los esplendores de la vida europea de entreguerras transcurrida entre Bélgica y París, donde residía el tío rico de la familia, un cafetero caldense de apellido Jaramillo como su madre.
Con la madre regresa a Colombia a iniciar una nueva vida en las fincas de la familia, de donde extrae los materiales fundamentales de su mundo poético. Cuando no estaba en esas tierras calientes entre el Tolima y Caldas que tanto le fascinaban, pasa temporadas donde sus tías en Manizales, donde lo dejaba su madre cuando viajaba o tenía compromisos familiares especiales.
Adolescente ya iniciado a los imaginarios de la literatura desde sus tiempos de Bruselas, no solo disfrutó de la niebla de la ciudad sino que leyó en tiempos de soledad y disfrutó del magnífico paisaje de las alturas andinas que lo marcaron para siempre. Las primeras tentaciones del deseo las experimentó en la finca de Coello y en Manizales palpó los viejos libros de las bibiotecas y oyó las conversaciones de sus ancestros.
Mutis vivió la vida con una inquietante precocidad, pues estudió el bachillerato en Bogotá en el Colegio del Rosario y vivió con su madre en una casona, especie de pensión donde conoció a su primer amor y pronta esposa, la madre de sus hijos, con quien contrajo matrimonio muy joven. Alumno de Eduardo Carranza y de otros piedracelistas en ese colegio antiguo de Santa Fé de Bogotá, Mutis se nutrió de sus enseñanzas y de la poesía ligera y diáfana de esa extraña generación poética colombiana y de Antonio Machado y otros poetas españoles que nos siguen conmoviendo.
Abandona el bachillerato según dijo él por culpa del billar y se dedica a trabajar como locutor en la Radio Nacional en tiempos de guerra, siendo apenas un muchacho de veinte años. Debía trabajar para ocuparse de la familia cuando el país fluctuaba entre el progreso y los demonios del fanatismo político que lo llevaron a la catástrofe del Bogotazo y a la ola incontenible de la Violencia partidista. Su primer libro, publicado a dos manos con un amigo, resultó incinerado en aquellas jornadas terribles.
Mutis (1923-2014) era un vitalista, hombre de acción, conocedor del alma humana con sus miserias y esplendores, gran amigo de todos sus amigos que comunicaba siempre una alegría contagiosa y esperanzadora, a sabiendas de que todos vamos al fin ineluctable y a la desintegración. Tuve la fortuna de conocerlo en 1981 en ese México que era el epicentro de la cultura latinoamericana, marcada entonces por las dictaduras centro y suramericanas y por el exilio de muchos autores.
Estaba escribiendo entonces sus primeras novelas de poeta, cuando ya se avecinaban para él los tiempos de la jubilación como jefe de ventas y relaciones públicas de Columbia Pictures para América Latina. Tenía una amplia oficina en el elegante barrio de Polanco que fue epicentro de ayuda y comunicación para algunos jóvenes colombianos amantes del arte y la poesía, cuando ocurrió el terrible terremoto de 1985 que nos dejó incomunicados con el mundo y afuera nos daban a todos por muertos. .
De esa oficina, situada en la calle Darwin, salíamos invitados por él a almorzar en algunos restaurantes lujosos donde a veces era obligatorio llevar corbata. Siempre tenía una de repuesto en la guantera de su auto. Luego lo llevaba a uno hacia el sur de la ciudad y nos dejaba en la esquina de alguna avenida, antes de seguir raudo a su casa de San Jerónimo, que visitaron en romería los grandes escritores y poetas del mundo, entre ellos su querido amigo y cómplice, el poeta argentino Enrique Molina.
Aunque me llevaba 30 años de diferencia en edad siempre vi en Mutis un amigo generoso, como si dentro de él estuviera presente ese muchacho loco que jugaba billar y hacía travesuras en la Bogotá acartonada de los años 40 y 50, por ejemplo ese banquete en homenaje al gran chef francés Brillat Savarin. No olvido cuando me dio a leer el manuscrito de La nieve del almirante que acababa de terminar con la emoción de un principiante, pues nadie, ni siquiera García Márquez, vio venir esa serie maravillosa de Maqroll el Gaviero que le dio fama mundial y lo consagró tardíamente.
Cuando preparaba con él el libro de conversaciones Celebraciones y otros fantasmas, siempre dialogábamos con intensidad en su estudio de San Jerónimo a partir de las cinco de la tarde en torno a los diversos temas durante una media hora o cuarenta minutos y después se levantaba la sesión y pasábamos a degustar los mejores whizkies o licores de su cava, una cueva llena de exquisitas botellas y copas que parecía un rincón de Aladino y la lámpara maravillosa. ´
Siempre salía de ahí hacia las ocho de la noche prendidísimo y caminaba por la Avenida San Jerónimo, hacia la glorieta donde estaba el restaurante Vips, cargado con los libros en francés que me cedía, entre ellos por ejemplo las Memorias de Casanova en la edición de la Pléiade o los libros de Schlumberger sobre Bizancio.
Hace ya un lustro Mutis abandonó este mundo, algo que parecía inconcebible dada su energía y vitalidad inagotables. Ahora que el mundo vive uno de sus momentos históricos más difíciles, no nos queda más remedio que leer sus obras y recordar su vida para darnos ánimo en medio del desastre.
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