Ya hace casi una semana los habitantes de este país estamos confinados y ante la perspectiva de que se renueve la medida, poco a poco la gente se adapta a una situación excepcional que no se vivía desde los tiempos de la última guerra mundial.
Como resido al lado del gigantesco hospital de La Pitié Salpetrière, donde murió Lady Di y oficiaban el precursor de la psiquiatría moderna Pinel y el gran hipnólogo Charcot, que dio clases aquí a su discípulo Freud, escucho el canto permanente de las sirenas que traen a los enfermos del virus letal, en su mayoría personas mayores y ancianos que experimentan sus últimos suspiros.
Hace apenas unas semanas los que vivíamos aquí pensabámos que la epidemia era algo lejano y que la desenfrenada vida consumista seguiría para siempre, pero de repente la realidad nos atrapó y nos lanzó en una vertiginosa sucesión de noticias escalofriantes a la pesadilla medieval y veneciana de la peste, tan bien descrita en su novela del mismo nombre por Albert Camus o en Muerte en Venecia de Thomas Mann.
Hasta el último día antes del confinamiento general, los habitantes, especialmente jóvenes, tomaban el asunto a la ligera y se desbordaron en bares y mercados callejeros a celebrar la fiesta y a beber las últimas copas y a celebrar las postreras danzas, en escenas que alertaron a las autoridades y obligaron a aplicar medidas drásticas de guerra.
En Montparnasse, en el Mercado de Aligre y en las riberas del canal Saint Martin los jóvenes y los viejos bohemios celebraron así su último aquelarre. Y horas después los desbordados consumidores vieron cerrados todos los bares y restaurantes, sitios de placer, parques y negocios por igual, salvo los alimentarios y las farmacias.
Se puede caminar por las calles con un salvoconducto que es reclamado a los transeúntes y a los conductores por los policías desplegados en todo el país para hacer respetar la medida e imponer multas. El rigor llegó incluso a cerrar las concurridas playas del Mediterráneo, el Atlántico y el mar de la Mancha frente a Inglaterra, donde nadie podrá tomar el sol, broncearse y bañarse pese a la primavera y el buen tiempo que se avecina.
Los hoteles que proliferan en este país para atender cada año a más de cien millones de turistas extranjeros y locales que pagan lo que sea para hospedarse cerraron de repente y en sus lujosas o modestas puertas se puede leer el aviso nefasto.
Comercios, papelerías, librerías, restaurantes y bares, empresas de construcción y mil oficios más dejaron de funcionar de repente lanzando al desempleo parcial o permanente a decenas de millones de personas que ya no podrán pagar sus alquileres ni tendrán lo suficiente para sus gastos diarios.
El presidente Macron, en un discurso muy bien elaborado por él y sus asesores, repitió siste veces que estabámos en guerra frente a un enemigo desconocido y para evitar el desastre desbloqueó de inmediato 300.000 millones de euros, a lo que se agregó otra partida de 45.000 millones de euros, sumas destinadas a impedir la ruina de todas las pequeñas y medianas empresas que dan trabajo a la mayoría de la población.
También decretó una moratoria de los alquileres, impuestos y facturas diversas que deben pagar en estos meses los negocios cerrados. A nivel europeo, el Banco Central presidido por Christine Lagarde desbloqueó 750.000 millones de euros que se inyectarán a la banca para que otorgue créditos a los actores económicos e impida la escalada general de quiebras y la ruina general.
El ministro de economía no descartó la posibilidad de nacionalizar las grandes empresas estratégicas en problemas o aquellas que son de interés público y que ya no deben regirse por las leyes de mercado. Muchos hoteles fueron tomados para alojar de oficio a personal médico de emergencia y el ejército fue deplegado para construir hospitales de campaña o trasladar enfermos por avión o tierra de regiones saturadas a otras que cuentan con camas disponibles, como ocurre en las guerras.
Y entre tanto los confinados deben comenzar sus nuevas vidas de enclaustrados, tratando de que los conflictos humanos no se disparen en esos espacios cerrados donde las parejas y las familias en general comienzan a exasperarse y a disputarse por cualquier cosa, mientras los niños se desesperan y gritan por estar encerrados y sin escuela.
Los centros psiquiátricos están en alerta para atender a mucha gente que se desquiciará o se deprimirá en estas terribles y excepcionales circunstancias. En las calles solitarias, por la noche, solo se ve demabular a locos, drogadictos y los sin techo que deliran en rincones citadinos similares a que los de una urbe fantasma.
Así es la nueva vida de los confinados mientras llegan noticias espantosas de Italia, España y otros lugares donde la incuria de los gobernantes dejó avanzar el problema sin tomar las medidas necesarias a tiempo.
Solo queda entonces ensayar nuevas rutinas, leer todos los libros posibles, ver cine y televisión en las pantallas caseras y escuchar música mientras llegan los tiempos de una posguerra que tal vez cambie a gran parte de la humanidad. Entonces apenas se iniciaran de verdad el nuevo milenio que se auguran lleno de sorpresas. Ha muerto el pasado asfixiado por el coronavirus. Estamos ya recorriendo un futuro incierto.
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