Hacer listas y clasificaciones de literatura colombiana en tiempos de las celebraciones patrióticas del bicentenario es un reto muy difícil y arbitrario, pues habría primero que leer todas las obras escritas en los rincones del país a lo largo de estos dos siglos de supuesta Independencia.
Muy pocas personas poseen las condiciones necesarias para emprender clasificaciones basadas en un conocimiento amplio y profundo de la actividad literaria en el territorio colombiano a través de los siglos, porque la mayoría de quienes se aventuran a hacer clasificaciones solo han oído hablar de las obras y pocas veces las han explorado de verdad en los archivos de cada región para conocer a tantos escritores olvidados en los anaqueles de las bibliotecas.
Colombia es un país de regiones endogámicas y cada una ha tenido desde siempre su propia actividad literaria, aunque por el centralismo y el fuerte poder económico solo algunas lograron posicionarse hegemónicamente sobre la literatura del país. Durante mucho tiempo la consagración se lograba solo en los grandes medios capitalinos, pero ahora en la era de la red los criterios son otros. Antes publicar era un milagro al que accedían pocos, pero ahora cualquiera puede hacerlo porque proliferan las editoriales y se han multiplicado como conejos los escritores gracias a la era digital y al auge de la literatura colombiana después de la canonización mundial del autor de Cien años de soledad.
Durante mucho tiempo la hegemonía radicó en lo escrito en la helada capital del país entre las castas letradas encabezadas por Caro, Cuervo y Silva. Luego hubo fulgores en el Valle del Cauca de Jorge Issacs o en la poderosa y rica tierra antioqueña de Tomás Carrasquilla y el Cancionero antioqueño, cuyos autores fueron los más conocidos y leídos en su tiempo y ahora vuelven en el siglo XXI a convertirse en los que más cacarean al amanecer.
El triunfo de Gabriel García Márquez logró mitificar y sacar de su aislamiento a la literatura de la Costa caribeña, según ella menospreciada por los cacahacos de Bogotá, a través de la mitificación del Grupo de Barranquilla, sobre cuya existencia se han escrito decenas de libros en las ultimas décadas.
En la actualidad esas cuatro regiones mencionadas, Bogotá, Antioquia, la Costa Atlántica y el Valle son las dominantes con sus mitos y leyendas y los nativos de cada una de ellas suelen regodearse con ardor en las maravillas de sus productos, ignorando muchas veces lo que los nativos de otros territorios o regiones escribieron o escriben. Por lo regular se trata casi siempre de varones, pues es bien sabido que la mujer escritora de Colombia fue siempre discriminada durante los siglos XIX y XX .
Los costeños presumen de García Márquez, Cepeda Samudio y Marvel Moreno, los vallunos idolatran a Jorge Isaacs y a Andrés Caicedo y los antioqueños se arrodillan ante el gran locato Fernado González y sus muchos discípulos e imitadores pasados y actuales, a veces en detrimento del más grande de todos, que sin duda alguna es el genial Tomás Carrasquilla.
Fuera de ese banquete hay otras literaturas regionales que tienen sus ídolos y tratan de manifestarse ante el imperio de la hidra de las cuatro potencias dominantes con la gloria de turno, como es el caso del Huila y los opitas, que viven de la inefable presencia de José Eustasio Rivera y su genial obra La Vorágine.
Los santandereanos son un caso especial, porque al igual que las cuatro poderosas regiones dominates, reivindican un carácter recio y un criterio propios y cultivan sus especialidades con una endogamia a toda prueba, que los hace, como a antioqueños y costeños, un país dentro del país. Pero aunque grandes autores han surgido allí como Pedro Gómez Valderrama y otros, siguen en la periferia y está por hacerse la cartografia de su literatura. El Tolima también tiene su glorias y siempre ha realizado una actividad de reivindicación regional. Los desparecidos Hugo Ruiz y Héctor Sánchez, entre otros, constituyen las glorias recientes de esa rica y calurosa tierra indómita.
Caso aparte es el Viejo Caldas, fragmentado desde hace casi seis décadas en tres microdepartamentos que constituyen una cultura peculiar y con características propias en torno al cultivo del café y su montañas salpicadas de viejos pueblos endogámicos. Para algunos esa zona es una pequeña edición de lujo de Antioquia, pues parte de su territorio perteneció a ese poderoso vecino conservador del norte, aunque también otro fragmento se arrancó al poderoso Gran Cauca, su vecino del sur.
Pequeño territorio tampón creado por Rafael Reyes en 1905 para mediar entre las intestinas y sangrientas luchas antioqueño-caucanas, el Viejo Caldas es una región administrativa reciente que no tiene grandes glorias literarias como José Asunción Silva, Tomás Carrasquilla, Jorge Isaacs, José María Vargas Vila o José Eustasio Rivera, y vive aun estigmatizada por la existencia a mediados del siglo XX de los greco-latinos o greco-quimbayas, seres curiosos que encabezados por Silvio Villegas hicieron ruido con su ideologia conservadora afrancesada y su prosa meliflua cargada de adjetivos.
Frente a esos empalagosos y emperifollados greco-quimbayas, los estudiosos de hoy deberían buscar y leer a autores como Iván Cocherin y José Naranjo y otros muchos cuyas obras se perdieron a veces inéditas porque fueron rebeldes en un mundo de castas que nunca los quiso por proletarios, mestizos, ateos o marginales. O a mujeres como Blanca Izaza, Maruja Vieira, Alba Lucía Angel y Beatriz Zuluaga, entre otras. Y leer al filósofo Danilo Cruz Vélez, tal vez el autor crucial de esa tierra, cuya obra completa por fortuna ya fue publicada bajo el cuidado de Rubén Sierra Mejía. Otro notable autor del Eje cafetero para explorar es el pereirano Eduardo López Jaramillo.
Sabemos que el centralismo literario de la capital y la poderosa Medellín es el que se lleva la mayor parte del banquete actual, dejando solo migajas a las periferias. Queda por establecerse con claridad toda la obra escrita por los afrodescendientes encabezados por los chocoanos Carlos Arturo Truque y Arnoldo Palacios y el caribeño Manuel Zapata Olivella, entre otros. Y también es necesario acudir a las reservas donde viven los descendientes de los indígenas que sobrevivieron al terrible exterminio de la Conquista y la Colonia para indagar sobre su literatura ancestral.
Los que se animen a hacer listas ahora deben acudir primero a archivos y bibliotecas para descubrir lo que negros, indios y mestizos han aportado a la literatura del país, relegados como siempre a las zonas inhóspitas y más pobres en un país de blancos racistas que impusieron desde la Colonia un verdadero Apartheid de casta bajo el liderazgo de la familia del poeta y candidato presidencial Guillermo Valencia, el engolado poeta de los lánguidos camellos que a grandes pasos miden un arenal de Nubia.
Sin duda en las universidades colombianas y entre los apasionados colombianistas están las personas indicadas para hacer el rastreo colectivo de la literatura de estos dos siglos republicanos propuesto por instituciones del Eje cafetero en el marco la Feria del libro de Manizales, pero sería importante que la balanza no esté trucada solo a favor de los best sellers novelísticos de temporada y que no se deje de lado a la poesía y al ensayo, donde tal vez se encuentren los mejores y más valiosos aunque poco conocidos autores buscados.
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