Para recibir el verano, cada 21 de junio se realiza en las calles de París y las ciudades francesas la famosa fiesta de la música creada hace ya varias décadas por Jack Lang, quien fue un gran ministro de Cultura durante el gobierno de François Mitterrand y cuya idea ha sido retomada por muchas capitales o urbes del mundo.
Cuando se sienten ya los calores bienvenidos de la temporada veraniega y se guardan abrigos e impermeables, la explosión musical en las calles comienza a sentirse en todos los barrios y lugares públicos, bares, restaurantes, cafeterías, plazas, avenidas, iglesias o esquinas y rincones inesperados de la ciudad.
Con mucho tiempo de anticipación los organizadores reciben las propuestas de miles de grupos de todo tipo de músicas, en especial de jóvenes que sueñan con presentarse por primera vez en algún lugar de la ciudad, así como de los negocios o sitios que desean albergar las manifestaciones artísticas. Basta caminar por la ciudad para llenarse de sorpresas. Ya desde hace semanas la mayoría de sitios están llenos de gente que celebra con alegría el fin de la pesada temporada de invierno, pero este viernes por la noche aumenta la muchedumbre desaforada y se escucha por todas partes el sonido de baterías, guitarras, saxofones, trompetas, violines, acordeones, trombones y flautas.
En los Grandes Bulevares varios sitios albergan a jóvenes disjockeys y miles bailan ya al ritmo de sus combinaciones y mezclas de todas las músicas sincréticas que suelen después invadir varias islas del Mediterráneo que como Ibiza, son punto de encuentro de los más famosos manifestantes de esa tendencia. En la calle de Belleville, donde nació Edith Piaf, desde el primer piso de un bar llamado La Cagnote que da a una esquina, otro disjockey magrebí enciende los ánimos de dos centenares de fiesteros del barrio que bailan sin cesar hasta la madrugada.
Y más abajo, en el Relais de Belleville, atiborrado de gente, se escuchan variedades que van desde el agitado flamenco de los Gipsy Kings y otros andaluces hasta las canciones de amor de alguna intérprete belga que todos saben de memoria. Y así sucesivamente por donde vayas, calles, esquinas, bulevares, plazas, el caminante se encuentra con la contagiosa alegría de la generación actual de los Millenials, que recuerda a la juventud de los llamados Años locos (Les années folles) que explotaron después del fin de la Primera Guerra mundial, cuando los sobrevivientes decidieron dedicarse a la felicidad para olvidar los truenos y centellas del conflicto bélico, uno de los más sanguinarios de la historia.
En aquel tiempo reinaba la gran bailarina negra Joséphine Baker en el teatro Folies Bergère, especializado en el Music-Hall tropical, y por los lados de la Plaza de la Bastille, vivía su auge el Balajó, donde se bailaba el novedoso tango de Carlos Gardel y otros intérpretes. Ambos lugares todavía existen y están en actividad un siglo después en estas primeras décadas del siglo XXI, tan parecidas a aquellos tiempos de fiesta y despreocupación que suelen a veces alternarse cuando se escuchan los incesantes tambores de la guerra.
Este viernes todo el mundo hace la fiesta en la ciudad, las líneas de metro están repletas hasta la madrugada de fiesteros que viajan con las botellas en alto, pero la noticia en los diarios es que esta semana estuvo a punto de estallar una guerra entre Estados Unidos e Irán que hubiera incendiado de nuevo el Oriente Medio. El imprevisible presidente de Estados Unidos habría ordenado el ataque en represalia por el derribo de un dron espía antes de arrepentirse y dar vuelta atrás.
Por eso los agitados tres lustros de Los años locos del siglo XX, que terminaron de manera drástica con la segunda Guerra Mundial y esta segunda década del siglo XXI, cuando en muchas partes del mundo los nuevos tratan de presionar por cambios y miles de adolescentes y millenials se manifiestan en la ciudad alemana de Aquisgrán para exigir de los viejos mandatarios del mundo medidas serias y responsables para prevenir un desastre climático global, parecen hermanarse en un ciclo ondulante que nos recuerda que la humanidad siempre ha vivido entre la guerra y la fiesta, entre el ritual y la sombra.
En otro restaurante situado frente a donde existió el Palace, uno de los templos de la fiesta de los años 80 del siglo pasado, tres muchachas judías interpretan con sus violines melodías típicas de su cultura usuales en ceremonias de bodas y cumpleaños, pero al otro lado se escucha la voz de un cantante magrebí o el ulular de las voces femeninas del Norte de África. Y más allá se siente el ritmo del bossa nova de Vinicius de Moraes y Antonio Carlos Jobim. Y en algunas iglesias se oye el sonido ceremonioso de los órganos o los violonchelos que interpretan a Juan Sebastián Bach.
Lugar preponderante tiene por supuesto en esta fiesta el jazz, interpretado esta noche por múltiples grupos juveniles especializados en la improvisación o por los veteranos que dominan en la calle de los Lombardos, donde se suceden los mejores sitios del género, como el Sunside, el Duc de Lombards o el Baiser Salé. Pero en otros rincones de la metrópoli se escucha también la cumbia y la salsa interpretadas por varios grupos latinoamericanos o el reggaeton y la bachata caribeñas que han invadido con sus ritmos muchos lugares populares. Y de repente se oye el ritmo del reggae popularizado por Bob Marley y se huele la humareda de los rastafaris etíopes cuando bailan junto a la banda que toca.
La Fiesta de la música trata de revivir con entusiasmo en estos tiempos los ritos paganos de hace milenios, porque la humanidad siempre ha creado instrumentos y usado su voz para ahogar las penas y cantar a la nostalgia y al amor, celebrar himnos a la alegría o interpretar los réquiems de las ceremonias fúnebres o bélicas. Y este viernes de nuevo como cada año nos recuerda que la música puede conjurar la guerra y la muerte y propiciar las lides del amor en tiempos inciertos.
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