La extraña obra de Gustave Moreau (1826-1898), llena de hidras, esfinges, minotauros y salomés, es considerada precursora del simbolismo francés y una de las expresiones hermanas de la llamada literatura decadente ejercida a fines del siglo XIX, que tuvo representantes tan secretos y a la vez inquietantes como Barbey D’Aurevilly, Joris Karl Huysmans, Villiers de L’Isle Adam, Marcel Schwob y Stephane Mallarmé, entre otros.
Lleno de ambición artística y de un perfeccionismo llevado a ultranza, Moreau se fue contra la corriente y decidió enfrentar al realismo y al naturalismo en boga por medio de la recreación de los grandes mitos griegos y cristianos como Edipo, Orfeo, Prometeo, el Minotauro, Hércules y la Hidra de siete cabezas, Salomé, la Sulamita, entre otros.
Durante un viaje por Italia en su juventud, entre 1857 y 1859, entró en contacto con el esplendor de los lienzos renacentistas de Rafael, Miguel Ángel y Leonardo da Vinci y a fines del siglo XIX quiso expresarse con igual perfección técnica. La aparición del impresionante cuadro "Edipo y la Esfinge" en el salón de 1864 conmocionó los medios artísticos parisienses, que en su mayoría lo consideraron un anacrónico, salvo esos amigos "decadentes" a los que se agregan José María Heredia y, por supuesto, Marcel Proust.
Las figuras humanas se expresan en sus cuadros a través de una belleza escalofriante y tanto la seductora Salomé como el valiente Hércules, el lamentable Prometeo, el triste Orfeo o Eurídice aparecen marcados por la indefinición que rompe las barreras del sexo. El poeta Mallarmé y el novelista Huysmans, héroes del simbolismo y el "decadentismo" preciosista de fin de siglo XIX, saludaron con entusiasmo aquel mundo fantástico que para muchos precede al propio surrealismo.
Mundo onírico por excelencia, el de Moreau está poblado de paisajes terribles en lejanas montañas escarpadas donde los buitres devoran héroes o la hidra acecha, o en recodos oscuros y húmedos frente a mares iluminados por soles siempre tristes y esplendorosos. Mórbido, único, Moreau parece haber trabajado sin cesar en la casa parisina que legó a su país como museo, para ser tal vez mejor comprendido muchos años después.
Los principales cuadros expuestos en su casa museo fueron fraguados a lo largo de los años por medio de minuciosas investigaciones de ofidios, piedras preciosas, texturas, colores, marcados casi siempre por fuertes azules marinos y rojos. Los cuadros más destacados son acompañados por decenas y decenas de acuarelas, dibujos y bocetos que practicaba antes de emprender la obra final, como fue el caso de los 14 adolescentes, mujeres y hombres, que semidesnudos lloran aterrorizados en el laberinto por la llegada del Minotauro. O la horrible cabeza que se le aparece de nuevo a Salomé para castigarla a ella, esa mujer que según Huysmans "aletargaba al hombre, lo embrujaba, lo domaba con su encanto de flor venérea rodeada de velos sacrílegos".
Ruinas de Roma, Safo, Deyanira, Venus, San Sebastián, Mesalina, Ulises, Sodoma, quimeras, centauros, poetas, narcisos, pavosreales, son apenas algunos de los motivos que impresionan en su obra inolvidable, que uno puede visitar en una casa enorme situada no lejos de Pigalle, en la calle de la Rochefoucauld. Allí se conserva su pequeño apartamento con todos los muebles y objetos personales intactos, hasta el reloj de mesa, lo que nos acerca mucho más a este hombre que llegó a viejo y se dedicó a la enseñanza en las escuelas de arte.
Vivió en un siglo como todos terrible por sus guerras, invasiones, pestes, miseria, ambición, explotación, injusticia y corrupción, pero al introducirse en los más profundos mitos humanos como el de Prometeo Encadenado, nos comunicó con maestría el misterio de la existencia y la rica imaginación de los humanos a lo largo de milenios para enfrentar el dolor. Como Baudelaire en sus "Flores del Mal", o los cuadros de Bosco o Grunewald, él nos lleva de la mano al horror infernal en imágenes de una belleza paralizante. Y fue fiel a sus temas extraños, en medio de la tendencia escapista en boga entonces entre muchos artistas, interesados en dar la espalda a la desaforada modernidad industrial y destructora.
Uno nunca se cansa de visitar la casa museo de Moreau ni de subir y bajar por las escaleras encaracoladas que llevan al museo situado en espacios que antes fueron de apartamentos decimonónicos y se utilizaron para poner allí todo el acervo del maestro. Se dice que el poeta colombiano José Asunción Silva, el autor de la gran novela moderna De Sobremesa, que se desarrolla en París, ciudad donde vivió varios años en el siglo XIX cuando era un muchacho, se carteaba con el artista y que tal vez lo visitó.
Como él muchos simbolistas, poetas que influyeron en la obra poética del suicida colombiano, lo frecuentaron y vivieron fascinados por ese mundo imaginario que aun hoy nos conmueve y cuyo delirio era una reacción radical contra un ambiente industrial y financiero desatado, donde solo el poder del dinero y la guerra tenía sentido para la humanidad. Muchos artistas optaron por describir como Zola ese mundo de vías férreas, barcos mercantes y bolsas agitadas y otros por el contrario se refugiaron en un esteticismo que se regodeaba en la vida de esfinges, hidras y minotauros.
Mientras más lejos estuvieran de la realidad contemporánea mejor y por eso los simbolistas y los decadentes como Moreau o Schwob viajaban en poesía, prosa, escultura, música o pintura a los míticos tiempos pasados de las viejas civilizaciones, como si acercándose a los oráculos o a las cumbres donde yacía atado Prometeo pudieran conjurar los horrores del presente.
Por esa razón no pierdo la oportunidad de volver a esas calles del barrio cerca de Pigalle, llamado la Nueva Atenas, donde vivieron las nuevas generaciones de ese tiempo, entre ellos figuras como Toulouse Lautrec y otros artistas jóvenes que se embriagan con absenta en los múltiples bares y lupanares que florecían por allí. Buscar el arte más osado de los pintores, leer libros locos de esa época como el increíble Maldoror de Lautréamont, son formas actuales de huir de los horrores de este tiempo en pleno siglo XXI.
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