En el arte de escribir novelas hay tal vez dos actitudes que pueden ir en detrimento de la historia, la primera tratar de alejarse demasiado de la realidad maquillándola y la otra acercarse tanto a ella que se convierte en un ancla que impide volar a la vida palpitante que expresan las palabras. En América Latina las generaciones literarias del último cuarto del siglo XX y las dos décadas transcurridas en el XXI han tenido que lidiar con muchos fantasmas y el peso asfixiante de las sólidas tradiciones que forjaron un espléndido catálogo de obras maestras. Unos autores quieren escribir demasiado bien y bonito como Borges, Lezama o García Márquez y otros se dejan arrastrar hasta el precipicio por la realidad de nuestro tiempo.
Los jóvenes que iniciaron su tarea literaria en las últimas décadas del siglo XX debían enfrentarse a duras alternativas casi shakesperianas, algo así como al ser o no ser. Para muchos existía la tentación de seguir el camino abierto por el gran maestro Jorge Luis Borges, que dominó la segunda mitad del siglo XX con sus poemas, cuentos y ensayos ficticios, reacio como era al arte de la novela. Muchos autores jóvenes querían ser tan inteligentes como él en sus ejercicios y lastraron de tal forma sus palabras que éstas se fueron al abismo, absorbidas por un hueco negro. Querían ser tan perfectos que escribían como si tuvieran un bisturí en la mano para limpiar de toda impureza el cuerpo de sus creaciones.
Una buena parte de los nuevos narradores de ese tiempo también se enfrentaron a otra variante del alejamiento de la realidad, al lidiar con el pegajoso mundo imaginario del realismo mágico encabezado por Gabriel García Márquez, cuyas obras maestras pretendían crear mundos imaginarios muy preciosistas mediante lo que el costeño definía como “transposición poética de la realidad”. Centenares de nuevos autores emprendieron la tarea de crear en serie nuevos Macondos basados en sus pueblos o regiones de origen, a los que camuflaban por lo regular con nombres ficticios.
Ambas tendencias, la borgiana y la garciamarquina, se veían a la legua en esas obras de las nuevas generaciones enfrascadas en el reto de escribir demasiado bien, muy bonito, de manera muy inteligente, delirante o metafísica, en detrimento de la propia vida. La impronta de esas dos fuerzas literarias del siglo XX fue tan poderosa que alejó a los creadores de sus propias huellas digitales. Esa fenomenal estética reinante fue aplastante cuando el libro reinaba como nunca en el orbe hispanoamericano. No existían entonces las redes sociales y apenas comenzaba a desaparecer la máquina de escribir para ser reemplazada por los ordenadores, pero cada obra nueva circulaba de punta a punta del continente y pasaba de mano en mano con una sorprendente velocidad.
Mucho tiempo después las nuevas generaciones comenzaron tímidamente a liberarse de esa impronta como si despertaran de un letargo pesado al que fueron inducidos contra su voluntad, hipnotizados como estaban todos por la gloria arrasadora y el éxito de una pléyade de autores latinoamericanos inolvidables como Borges, Neruda, Asturias, Rulfo, Carpentier, Lezama Lima, Roa Bastos, Cortázar, Fuentes, Arreola, Onetti, Paz, Cabrera Infante y tantos otras estrellas del santoral.
Después de la muerte de todas aquellas deidades de la época idílica y arcádica del siglo pasado, América Latina ha vivido ciclos históricos tortuosos, y de tumbo en tumbo ha viajado en un tobogán de catástrofes económicas y políticas, atascada en el engrudo general del desastre. Las generaciones de jóvenes que aprendieron con esos maestros tardaron en comprender que ya no volverían a existir pléyades similares y que al pasar de moda como foco de atención mundial, los latinoamericanos entraban en una zona literaria donde todo sería fugaz como la gloria de las redes sociales y que sus palabras y gritos nunca serían escuchados.
Esa pléyade gloriosa de escritores suscitó tantas vocaciones en el continente, que tal vez nunca se ha escrito ni publicado tanto en Latinoamérica. Se cuentan por miles las obras publicadas cada año, a las que se agregan, según cálculos del agente literario argentino Guillermo Shavelzon, miles de manuscritos de calidad aceptable que nunca encontrarán editor y se quedarán para siempre en las gavetas de sus creadores. Es indudable que pese a las terribles crisis sucesivas de los países, a la miseria reinante y a la violencia generalizada, en el último medio siglo millones de latinoamericanos pudieron acceder a la educación media y universitaria, incrementando a los infectados por la literatura, lo que se expresa en la proliferación de poetas y festivales del género, así como de las ferias del libro y las pequeñas editoriales independientes o universitarias.
Algunas novelas publicadas en las últimas décadas llegan de manera intermitente a nuestras manos y aunque es imposible leerlas todas, sí se pueden registrar ciertas tendencias narrativas. Para hablar solo de México y Colombia, los temas del “conflicto”, el narcotráfico o la violencia han dominado ampliamente el panorama.
En México las novelas de narcos, escenificadas en el norte del país o en la frontera con Estados Unidos, han dominado en este siglo XXI, aunque algunos críticos locales vaticinan que ya se agotó como fenómeno. Tal vez las únicas novedades de la narrativa mexicana de las últimas dos décadas se deben a un chileno, Roberto Bolaño, autor de Los detectives salvajes y 2666 y al impulso renovador de dos grandes autoras contemporáneas, Cristina Rivera Garza, autora de un clásico, Nadie me verá llorar, y Ana Clavel, que explora temáticas originales e inéditas.
En Colombia la sangrienta tragedia nacional domina el escenario editorial. Los autores vuelven una y otra vez de manera reiterada y con grandes mamotretos a la Violencia de los años 40, 50 y 60 y al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, así como a las terribles oleadas genocidas causadas por las mafias del narcotráfico, las guerrillas y el paramilitarismo. Salvo tal vez la novela Los ejércitos del gran narrador Evelio Rosero, la mayoría de las obras están tan apegadas a la realidad inmediata, a la injuria, a la diatriba, a la amargura, al dato preciso y a la contabilidad forense, que nunca despegan desde el punto de vista estético y el dolor parece colgar de ellas como un ancla oxidada.
García Márquez también escribió sobre su “conflicto”, pero en su caso logró el necesario distanciamiento para redactar obras magistrales como El coronel no tiene quién le escriba, Cien años de soledad y Crónica de una muerte anunciada, entre otras. Rulfo también pudo escaparse con éxito de la realidad concreta en Pedro Páramo y el Llano en llamas. Tal vez el gran problema de la narrativa latinoamericana actual es que aún no logra distanciarse ni de la pléyade de los gloriosos varones del siglo XX ni de la asfixiante realidad circundante. Como en su tiempo ocurió con Clarice Lispector o recientemente con Cristina Peri Rossi o Luisa Futoranksy, serán las mujeres, que irrumpen con fuerza en el machista escenario literario continental, las que lograrán tal vez desbloquear a la narrativa latinoamericana de estos tiempos y dirigirla hacia otros ámbitos más originales.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015