La última vez que lo vi fue en el Hotel Dann Colonial de La Candelaria. Una mañana nos encontramos en el ascensor, en el sexto piso, y descubrimos que estábamos en el mismo corredor y que nuestros cuartos estaban frente a frente. El mío tenía vista a los cerros y a Monserrate y al delicioso paisaje frío de la Bogotá nocturna. El cuarto de Manuel daba al silencio de los patios centenarios.
Había recalado ahí después de un Festival Internacional de Poesía organizado por el Instituto Caro y Cuervo, al que me había invitado Ignacio Chávez. Y al final dejé el Tequendama y me refugié en el Dann para descansar y leer.
Colombia fue injusta con Manuel Zapata Olivella. Desde muy joven escribió espléndidos libros de viaje, dirigió la revista Letras Nacionales, en la que ayudó a la eclosión de nuevas generaciones, antes y después de la irrupción de Gabriel García Márquez. Como folklorista reivindicó los aportes de la negritud colombiana y siempre ondeó esa bandera. Como a la mayoría de quienes se aventuran con generosidad en los campos literarios, terminó sus días lúcido y sabio en ese refugio donde vivía rodeado de libros y recuerdos y decepciones.
Murió el 19 de noviembre de 2004 a los 84 años y pidió que sus cenizas fueran lanzadas al río Sinú, para que regresaran por el Atlántico al continente africano de sus ancestros. Había nacido en Lorica (Córdoba) el 17 de marzo de 1920 y dejó una vasta obra con títulos como Los pasos del indio, Hotel de vagabundos, El retorno de Caín, Tierra mojada, Pasión vagabunda, Chambacú, corral de negros y Changó, el gran putas.
Pasé entonces a su guarida vecina y me abrió una botella de vino con sus manos temblorosas y su inefable cachucha. Las décadas que nos separaban desaparecieron de inmediato. Con la bondad del nuevo amigo que me llevaba 33 años, me habló de sus días de México cerca de Diego Rivera, quien lo pintó en un mural como pago por una consulta médica y pasamos revista a la literatura del país y a sus nuevas tendencias, mientras acabábamos esa botella y reíamos en pleno centro de Bogotá, en la Candelaria. Nos unía el México entrañable donde vivimos ambos.
La primera vez que lo vi fue en 1995 en el Festival de Biarritz, donde andaba siempre con el legendario fotógrafo Leo Matiz, convertido hoy en una figura mundial del lente del siglo XX, al lado de Brassai y de Cartier Bresson. Por ahí estaban Álvaro Mutis y García Márquez, tocados ellos por la gloria en vida, mientras Zapata Olivella dejaba ver sus largas patillas encanecidas en los salones de un Palacio frente al mar y al famoso faro pintado por Picasso.
Más tarde lo volví a ver en Valledupar donde, en un almuerzo al aire libre, en una estancia en el campo caliente del Cesar, nos contó del matriarcado ejercido por las indias de la zona y tarareó canciones frente a los críticos José Miguel Oviedo, Raymond Williams y Michael Palencia-Roth. Con él caminamos por las calles y escuchamos nuevos grupos de vallenatos, antes de que con un grito dolido hablara de la negritud y pronunciara un discurso sobre las frustraciones de su gente en Colombia.
Hasta el final fue un rebelde y su protesta contra la discriminación racial reinante en su patria estaba justificada. Al final la literatura termina confiscada por los mercaderes y no vale para ellos la lucha de quienes como él batallaron desde el margen y no obtuvieron la gloria ni el poder ni la prostituida fama que todo lo corrompe. La crítica se vuelve la previsible loa al éxito y los congresos literarios y las ferias del libro en ceremonias absurdas de vanidades de donde siempre se excluyen los derrotados.
Su obra completa fue publicada hace poco para celebrar su centenario por la Universidad del Valle y ahora podemos leerlo como nunca pudimos hacerlo mientras estaba en vida. En plena juventud y vigor abogó en la revista Letras Nacionales por los escritores de su tierra. Pertenecía a una familia de artistas que iluminó a Colombia. Su legado es inmenso y lleno de generosidad.
Por eso al convertirme por una semana en su vecino y amigo en el Hotel Dann y acompañarlo mientras caminaba con su paso lerdo de octogenario hasta el viejo restaurante, comprendí todo lo que le debíamos en Colombia a este moderno que exploró las más profundas sabias mestizas de nuestro país y quiso dejar por escrito el testimonio de quienes llegaron esclavizados en barcos y luego aportaron la crucial alegría y la tristeza de sus cánticos y la plasticidad de su danza. La Colombia feudal de los hidalgos blancos, tan bien descrita por Tomás Carrasquilla en la Marquesa de Yolombó, llega a su fin y Manuel Zapata Olivella, en pleno siglo XXI, es una de las banderas de esa lucha.
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