Por la mañana los millonarios salen trasnochados del Hotel Ritz. Mujeres cubiertas con enormes abrigos de piel caminan bajo el sol en la Place Vendôme. Un torero famoso firma autógrafos. Una modelo posa frente a camarógrafos y paparazzis. Las limusinas esperan en la amplia plaza. ¿Cuántos vienen a pasar un fin de semana allí para sentirse como Lady Di, antes de la última noche fatal? Hay incluso una gira que lleva al turista al Puente de l‘Alma, donde murió la sexy princesa.
En este verano excepcional, París vive con mucha frecuencia bajo el sol, y en invierno las temperaturas no bajan de 10 grados. Sol y calor han convertido a París en una ciudad semitropical, ni sombra de lo que fue hace tiempos con sus heladas de enero. Hasta noviembre suelen desplegarse las sillas y las mesas en las aceras, frente a los cafés, para gusto de los conversadores. Ya solo faltan cocodrilos en el Sena.
Cada fin de semana reinan la salsa y los restaurantes cubanos, el mojito, Celia Cruz y Compay Segundo, Shakira, Maluma, J. Balvin, el reggaeton y la bachata. La colorida África se desborda en el barrio XVIII y en Barbès-Rochechouart con sus tambores y, no lejos, en el Pasaje Brady, uno apuesta que hay hipnotizadores de serpientes junto al mercado de productos exóticos traídos de India y Pakistán. Alguien está vendiendo barata la lámpara de Aladino.
Pero volvamos cerca de la Avenida de La Ópera. En el Harry´s Bar, atractivas turistas americanas con lentes oscuros, salidas de una película de Woody Allen, vienen tras el mito de los escritores estadounidenses de los años 20, la generación perdida, o sea tras las huellas de Hemingway y su Bloody Mary, el éxito y la desgracia de Scott Fitzgerald o la severidad de Gertrude Stein y Alice Toklas juntas. Aquí se puede venir 70 años después que Hemingway a tomarse unos bloody mary´s a quince euros el vaso, no lejos de la Ópera. Ezra Pound contra Paul Verlaine. James Joyce contra Pierre Loti. Un Bloody Mary o un Manhattan en el Harry´s Bar, donde fueron inventados en el siglo XX.
En los últimos años las autoridades han desarrollado un plan para renovar miles y miles de edificios viejos que ahora parecen enormes pasteles nuevos, limpios, relucientes, como de ficción. Los grandes monumentos, como Invalides, donde reposa Napoleón, brillan de nuevo con su dorado esplendor de cúpulas. Pareciera que cada mañana alguien limpia los adornos metálicos de puentes y monumentos, como una viejita nostálgica que recuerda a su finado general prusiano. Joya del turismo, la ciudad parece decidida a limpiar la pátina gris del tiempo. Pero esta minuciosa tarea solo ocurre en los barrios más socorridos por los millones de turistas que se agolpan cada año frente a las iglesias con sus cámaras y bolsas de viaje.
Caminar y caminar ahora cerca de los sitios históricos es hacerlo por una maqueta tamaño natural, lejos de la realidad, el sida, el desempleo, el racismo, la discriminación que se ve en otros barrios. El Puente de las Artes, el Louvre y la pirámide de Pei, el Palacio Real por donde vivía Bolívar, el Jardín de Luxemburgo. A lo lejos las torres cónicas puntiagudas de la Conciergerie donde estuvo presa María Antonieta, la medieval Torre Saint Jacques, las nobles construcciones ribereñas llenas de historia y recuerdos de Luis XIV, Colbert y Mazarino.
Esa, la turística, es una ciudad virtual de artificio que vive de centenarias glorias pasadas o incluso modernas. Saint Germain ya no es el agitado mundo de rupturas de postguerra, jazz y poesía, sino una caricatura sin vida. Por el Panteón, junto a la preciosa iglesia donde está el sepulcro de Santa Genoveva, no hay la agitación que emanaba de las novelas de Balzac con Vautrin y Rastignac departiendo en una pensión de estudiantes o viajeros. Es solo una coreografía para tomarse fotos.
El mercado de Les Halles, descrito por Zola en El vientre de París, antes un hueco gélido y peligroso lleno de violencia y suciedad es reconstruido cada tres décadas. El Montparnasse de Rivera, Picasso, Chagall, Modigliani, Foujita, la famosa Kiki, o el Hemingway de leyenda, es una sucesión de cafés perfumados: La Coupole, Le Select, la Closerie de Lilas, nombres para iconografías de la explosión artística de entreguerras. El Montmartre de Picasso y Van Dongen, con la horrenda iglesia del Sagrado Corazón, construida para borrar la huella de los comuneros, sigue siendo escenario de una romería de turistas aburridos frente a pintores tristes y malos. El Molino de la Galette, famoso por el cuadro de Renoir, una sombra negra en la tarde, sin danza, sin humo, sin Toulouse-Lautrec ni el aduanero Rousseau.
Solo por otros lados, en algunas callejuelas como Mouffetard o Montorgueil, quedan unos pocos viejos bistrós, que pronto serán transformados en Mc Donald’s, Quicks o Kentuchy Fried Chicken. Y la vida subterránea ha decidido cambiar de escenarios: el Saint-Germain-des-Prés y el Montaparnasse de las grandes revoluciones artísticas e intelectuales del siglo XX, con sus jóvenes locos entre la humareda de los cigarros, se ha trasladado a la zona de Bastille con su café de L´Industrie, o a la legendaria calle de Lappe con su bailadero de tango y salsa Balajó y sus bares latinos o el Faubourg Saint Antoine, lleno de vida, rock, gigantescas discotecas y noctámbulos ricos. Y de ese lugar la fiesta se ha trasladado a Belleville y Ménilmontant, donde hacen la fiesta los millenials de hoy.
Drogadictos, locos, carteristas, reinan y vomitan en la madrugada. Arriba, en el mismo barrio, en la calle Oberkampff, los nuevos beben y hablan en el Café Charbon y en toda una alegre serie de bares de moda instalados en amplios locales que hasta hace poco se dedicaban a actividades borradas por la modernidad. Con grandes cortinajes de color granate, aire neoyorquino, música dura, gente siempre vestida de negro, chicas con piercing y labios pintados de negro, estos sitios donde pulula la nueva juventud robaron ya el escenario al viejo París de pastelería turística.
Junto al cementerio Père Lachaise, las parejas caminan con sus perros y sus largos abrigos o aguardan en los cafés de árabes. Huele a cuscús y merguez. Por allí ya se insinúa ese mundo descrito en la película El Odio (La haine): las bandas de jóvenes marginales de origen árabe y negro, enfrentados a una sociedad discriminatoria, que bajan de los suburbios del norte y arman el desorden entre los turistas que visitan Pigalle o se atreven a caminar por Strasbourg Saint-Denis y sus prostitutas.
Odio, violencia, rap, rock. Redadas. Esquizofrenia. Inyecciones de morfina. Inhalaciones de crack. Suicidios. Gritos. Inmigrantes perdidos. Chalecos amarillos en plena insurrección contra el presidente Macron. Serial killers. Soledad. Imprecaciones. Pobreza. Viejos hacinados en casas de retiro. Ancianas desdentadas que hurgan en los botes de basura, haciendo cola para tomar la sopa popular en las noches frías, protegidos por el fallecido humorista Colouche y su Restaurante del corazón.
Hijos de las ex colonias africanas, Siria, Afganistán, Kenia, Sudán, o colados de la Europa del Este abandonados a su suerte. Viejos árabes y negros perdidos en las calles de Belleville entre el ritmo del rap, lejos del Corán y el canto del muecín. El verdadero París, el París de la pobreza y la nada, escondido detrás de las coreografías. Un París que no tiene nada que ver con el Bloody Mary que se tomaba en el Harry’s Bar de Ernest Hemingway, y que hoy vale quince euros el vaso.
El uso de este sitio web implica la aceptación de los Términos y Condiciones y Políticas de privacidad de LA PATRIA S.A.
Todos los Derechos Reservados D.R.A. Prohibida su reproducción total o parcial, así como su traducción a cualquier idioma sin la autorización escrita de su titular. Reproduction in whole or in part, or translation without written permission is prohibited. All rights reserved 2015