Cada vez que estalla una nueva guerra en el mundo, cada vez que la violencia se propaga como un incendio en algún lugar del planeta, viene a mi memoria la primera vez que me vi confrontado a cubrir aspectos de la guerra centroamericana en países como Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, que acababa de vivir una revolución y enfrentaba ya a los famosos Contras enviados por Estados Unidos. Por lo regular quienes cubren los conflictos son periodistas o aventureros jóvenes lanzados al peligro por los medios, que se benefician de su deseo de aventura y su pasión por captar con imágenes o palabras los acontecimientos históricos que de manera cíclica agitan los continentes.
La fauna de los corresponsales de guerra es variada y va desde viejos veteranos que aun en el crepúsculo de sus carreras buscan las emociones fuertes acompañados de una botella de whisky, hasta una infinita variedad de jóvenes aventureros e intrépidos que buscan la verdad con sus cámaras o sus palabras. Para estar en esos escenarios la juventud y la plenitud física son fundamentales, pues los peligros son reales y están a la vuelta de la esquina. Cuando se encuentran en misiones secretas en espera de entrevistar y acceder a los lugares donde actúan los rebeldes o acompañar a los ejércitos en sus misiones de contrainsurgencia, las noches pueden ser largas y las sorpresas múltiples.
El corresponsal de guerra o el enviado a cubrir conflictos intermitentes debe estar en alerta permanente, listo a vivir en vela, en espera siempre de que la noticia surja de repente como una liebre del lugar menos pensado. Gracias a ellos conocemos las imágenes terribles de la guerra, las destrucciones, los éxodos y la muerte causada por las poderosas fuerzas que están siempre detrás de los conflictos y los propician desde alejadas oficinas. Los líderes mundiales, los políticos locales y los poderosos de todos los pelambres usan la emoción de los pueblos para involucrarlos en conflictos donde se agita de manera hipócrita la patria, el nacionalismo, la xenofobia, la utopía o los odios étnicos, ideológicos o religiosos.
La poderosa industria armamentista en la que participan todas las potencias del mundo no puede vivir sin guerras y por eso para ellos la paz es una amenaza para su jugoso negocio. La guerra es una maravilla para sus estadísticas y una buena noticia para los inversionistas y accionistas y por el contrario la paz una amenaza para la cifra de negocios. Cuando una región está en calma, los agentes de estas poderosas industrias tratan de generar por todos los medios las condiciones para que los gobiernos o los grupos irregulares se armen y comiencen a consumir todo tipo de materiales bélicos: balas, fusiles, ametralladoras, tanques, misiles, aviones, drones, helicópteros.
Las guerras no solo son buenas para la industria armamentista sino para toda una serie de empresas que esperan como buitres la hora de la reconstrucción de los países devastados. Después de provocar cientos de miles de muertos entre la población, llega el momento de volver a hacer puentes, carreteras, acueductos, reconstruir ciudades enteras, puertos, crear nuevas represas, plantas y redes eléctricas, hospitales, escuelas, aeropuertos, estadios y allí los grandes grupos financieros mundiales o las potencias grandes o emergentes que causaron el conflicto regresan como buitres a alimentarse en río revuelto.
Todo eso se vio con claridad nítida en los terribles conflictos del siglo XX y se está viendo en los del siglo XXI que apenas va en su segunda década y parece estar dispuesto a ser tan sangriento como el anterior, porque en la actualidad las llamas arden o están a punto de arder en todos los puntos cardinales del planeta en medio de las bravuconadas del nefasto Nerón de Washington. El siglo en curso se inició con sentido metafórico con la espectacular destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York y cada año hemos visto el estallido de nuevos conflictos.
Todo comienza por la escalada verbal, las fantochadas diarias de ignaros mandatarios de opereta, la publicación de noticias falsas y la manipulación de una población hambrienta e ignorante que, sentada frente a los televisores, termina por participar en un engranaje que en unos cuantos años, si estalla la chispa, llevará a la destrucción de una región entera ante la mirada feliz de los negociantes y los fabricantes de fanatismos. Los países que se muestran los dientes ahora pueden estar mal, pero si estalla la guerra estarán mucho peor. Una vez comenzada la irresponsable deflagración no se sabrá nunca hasta dónde el horror llegará ni cuál será la cifra final de destrucción y muerte.
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