Muchas veces me vi con Ramón Illán Bacca (1938-2021) en distintas circunstancias, en Barranquilla, Cartagena, Bogotá o París, y ahora que ha partido, vienen a mi memoria algunas de las imágenes ligadas a esa amistad natural, abierta, libre y generosa que prodigaba a quienes lo conocimos.
Rastreando la memoria, no sé si fue Ariel Castilo Mier, quien me lo presentó no sé cuando ni dónde, o tal vez el polígrafo Julio Olaciregui, quien lo hospedó en su casa en París hace mucho tiempo con motivo de un encuentro de narradores colombianos o inclusive tal vez años antes el novelista Alberto Duque López, el autor de Mateo el flautista, en alguna de las ferias del libro de Bogotá.
Por esas cosas de la vida, he gozado de la amistad de muchos nativos de la costa caribe, todos ellos personajes abiertos y sin ceremonias, entre los que se cuentan varias mujeres como Fanny Buitrago y Marvel Moreno, a quien fui presentado en 1979 por Jacques Gilard, francés de Toulouse que se volvió el más barranquillero de los barranquilleros cuando exploraba en esa ciudad los escritos perdidos y dispersos de Gabriel García Márquez y su amigo Alvaro Cepeda Samudio.
La cosa es que para mi Ramón Illán era casi una persona de la familia, como si lo conociese desde siempre o incluso en otras vidas, porque cada encuentro con él era como la continuación de un diálogo filial que no tenía ni principio ni fin, una expedición por la obra de los autores más raros del mundo o por los acontecimientos más inesperados y rocambolescos de la existencia.
Ramón era hombre de baja estatura, blanco, de ojos claros y como él mismo solía decir, en una de sus muchas referencias cinematográficas, tenía la mirada perdida por un lado hacia el este de paraíso y por el otro al oeste del Edén.
Hablaba rápido, era inquieto, cegatón, despistado, agitado, y siempre, hasta en los momentos más trágicos o problemáticos hacía gala de un irrefrenable sentido del humor. La primera vez que salió solo por París en 1997 se perdió toda una tarde y cuando Julio Olaciregui lo rescató en una esquina tiritando de frío al llegar la noche, se dieron cuenta que le había dado la vuelta a las mismas calles veinte veces sin encontrar el rumbo.
Tal vez la única vez en que lo vi serio y apesadumbrado, con delicadeza de amigo, fue cuando me recibió con Ariel Castillo en el aeropuerto de Barranquilla, a comienzos de los años 90 del siglo pasado, una vez que acudí a ellos para que me rescataran del duelo después de la muerte de mi padre.
Ambos, Ariel y Ramón, me curaron de la terrible sensación de la orfandad en esa Barranquilla cálida y alegre y pronto recuperé la alegría perdida mientras asistíamos a actos culturales o pasábamos tardes en la casona de Teresa Cepeda, la viuda de Alvaro Cepeda Samudio, que era entonces un museo intacto de los tiempos del Grupo de Barranquilla.
Con Ariel fuimos a ver al legendario Alfonso Fuenmayor en su apartamento en un alto edificio de la ciudad desde donde se veía el río Magdalena y recuerdo que el inteligente y cosmopolita sabio amigo del Nobel se extrañó porque Ramón no vino con nosotros.
Porque la vida no era igual sin la compañía de Ramón, su gracia, risa, tacto, carcajada, sus inagotables ocurrencias, la erudición literaria sin límites. La última vez que lo vi en Barranquilla me llevó a su casa y me mostró con detalle su secreto hábitat.
Nacido en Santa Marta y criado según la leyenda por unas tías solteronas hermanas o primas de arzobispos y obispos, el novelista cursó la carrera de abogado en la Universidad Libre y ejerció de juez en un pueblo perdido de la costa, donde aprovechó el tiempo muerto para leer bajo la canícula. En su forma de ser había, como era de esperarse, algo de clerical, pero de estirpe caribeña.
Todos sus libros, Déborah Kruel, Maracas en la ópera, Marihuana para Goering, Señora tentación, Disfrázate como quieras, entre otros, se convirtieron en obras de culto para los iniciados amantes de sus novelas y relatos, sus personajes rocambolescos y atmósferas cinematográficas y ahora comienzan el largo viaje de los clásicos.
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