Una de las fortunas en la vida es haber sido infectado desde muy temprano por la alegría de leer, pasión que nos mantiene a lo largo de la vida conectados con los mundos y universos posibles, pasados, presentes o futuros, y que llena de luz y color los instantes de la existencia. Desde que me recuerdo, muy temprano en la adolescencia, siempre he cargado libros en la bolsa o tenido en el nochero varios que me acompañan antes de dormir o al despertar.
Y el vicio o la pasión por los libros ha llegado a tal nivel, que siempre todos los sitios donde he vivido se han llenado de muros de volúmenes, cuya textura, olor, tamaño, color, formato, me han fascinado como si hicieran parte de un azaroso caleidoscopio de sorpresas. A mano siempre está la posibilidad de viajar al mundo de los griegos o latinos, internarse en las culturas rusa, india, china o japonesa, viajar por los secretos de la portentosa actividad intelectual de anglosajones, galos, germanos, nórdicos, asiáticos, árabes, africanos o latinoamericanos.
El virus de la lectura me llegó muy pronto porque a mi padre le gustaban los libros y cuando vio que desde muy temprano ya exploraba en su nutrida biblioteca, construida a lo largo de su vida de lector y amante de las letras, impulsó esa vocación con una complicidad a toda prueba y cierta marca de estupor por el pequeño monstruo que estaba generando. Él siempre tenía a mano un diccionario y estaba listo a corregir cualquier inexactitud o error en el uso del idioma abriendo las páginas de alguna gramática o buscando con exactitud los significados de las palabras. Y sabía de memoria decenas de poemas.
Como por leer descuidaba ya los estudios del colegio y recibía malas notas, tenía él que acercarse a tratar de sacarme del embrujo y moderar una pasión que podía llevarme por los caminos de la locura, como ocurrió con el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, a quien se le corrió la teja de tanto leer novelas de caballería. En esa vieja casona manizaleña de la carrera 19 con calle 25, que ahora ya no existe pues fue derruida para dar paso a otra avenida, había tantas habitaciones que atrás se encontraban dos destinadas a mi dormitorio y la biblioteca, donde pasaba los días leyendo o tecleando en las máquinas de escribir Underwood y Remington que me cedía mi papá.
Tengo en un cuaderno de entonces la lista de libros que leía y que iba registrando uno tras otro con la fecha en que terminaba la lectura. En la semana era posible que agotara varios que devoraba con pasión y sobre los cuales siempre escribía a máquina una reseña, un resumen o un comentario, donde incluía citas y datos del autor. Todas esas lecturas comenzaron desde los 11 o 12 años con los libros de Julio Verne y Las mil y una noches en edición ilustrada de Sopena y se fueron extendiendo poco a poco a otras disciplinas, como la historia, la filosofía o las ciencias sociales y la literatura latinoamericana.
Me crucé pronto con unos autores que me marcaron a los 15 años y sobre los cuales escribí y publiqué mis primeros ensayos en el suplemento cultural de este diario. Fueron Walt Whitman, Federico García Lorca y José Asunción Silva, cuyas obras leí a fondo. En Manizales había muchos adolescentes infectados por las letras y era usual encontrarse a hablar de literatura en largas caminatas por la carrera 23 o exploraciones a pie hasta Chipre, Milán o el Puente de Olivares.
El poemario Las hojas de hierba de Whitman me impresionó por esa libertad indómita de su poesía en verso libre, basada en hechos autobiográficos y reales, a través de los cuales hablaba con frescura vegetal del nacimiento de una nación. Me fascinó la figura de ese viejo barbado que vestía con overoles y llevaba sombrero de espantapájaros y leí una biografía que apuntaló mi admiración por su vida y obra. En el largo camino de la vida me he encontrado en librerías de viejo con bellas ediciones en la lengua original, ilustradas, que conservo como tesoros.
Del malogrado y juvenil Federico García Lorca, el amigo de Luis Buñuel y Dalí, fusilado en la guerra civil española, había casi todos sus libros en casa, publicados en la colección Austral de Argentina u otras ediciones más cuidadas e ilustradas en papeles muy finos que mi padre consiguió con amigos libreros. Además de Poeta en Nueva York, que es uno de los grandes libros de la poesía hispanoamericana de siglo XX, leía otros poemarios donde descubrí los aromas y los cantos de la Andalucía de los ancestros, sus piezas teatrales y sus dibujos ingenuos y juguetones. Lorca brilló en su corta vida como faro de luz antes de vivir la tragedia. Su vida fue un fuego fatuo.
En esos tiempos que ahora parecen idílicos, pedía libros por carta desde Manizales a Jaime Duarte French, director del Boletin Bibliográfico del Banco de República y a José Manuel Rivas Sacconi, director del Instituto Caro y Cuervo. Y como por milagro llegaban al correo enormes paquetes que ellos me enviaban con las obras de la madre Josefa del Castillo o de Juan de Castellanos, de Miguel Antonio Caro, el libro Los quimbayas bajo la dominación española de Juan Friede o la obra completa de José Asunción Silva, que además de su poesía incluía imágenes, cartas y su novela moderna De Sobremesa, que cuenta su vida de bohemia en París.
Con Silva me introduje al modernismo latinoamericano, que exploraría tiempo después en México, pero la lectura tan temprana de su poesía simbolista y original, llena de humor e ironía, me abrió puertas a otras formas de escritura. Whitman, Lorca y Silva fueron tres encuentros precoces, a los que se agregan la obra de Óscar Wilde, novelas, cuentos y piezas inolvidables, Turgueniev, Chejov y Dostoievski, Lope, Quevedo y Cervantes, Jorge Isaacs y José Eustasio Rivera, y tantos otros que poblaban las noches del adolescente que sufría las desgracias y torturas del bachillerato, pero se recuperaba con los libros que siempre fueron la tabla de salvación.
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