“¿Y qué? ¿Qué quieres que haga? No hago milagros”. Esta fue la respuesta que le dio Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, a una periodista que le preguntaba por las 474 muertes acontecidas en un solo día en ese país como consecuencia del coronavirus. “Más gente se ha muerto de gripa”, añade la congresista María Fernanda Cabal, quien denuncia que se vendió “un pánico absurdo” con la pandemia, mientras llama a recuperar el tejido económico de inmediato.
Desde el norte, Donald Trump complementa diciendo que si Estados Unidos llega “solo” a 100.000 muertes será porque su gobierno hizo un gran trabajo, y el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, señala que los adultos mayores de esa nación tienen que cuidarse a sí mismos para no sacrificar la economía del país.
Las expresiones de bolsonaristas, trumpistas y uribistas no son palabras aisladas. El coronavirus ha evidenciado que en este mundo hay vidas que no tienen valor, existencias que pueden ser desechadas y que, incluso, merecen ser sacrificadas por un supuesto bienestar general. Ese fin superior, ese bien supremo, al que aparentemente vale la pena entregarle cuerpos inmolados en época de pandemia, pero también en periodo de guerras, de crisis o de desarrollo “normal” de la vida, es el capitalismo salvaje, el cual se ha convertido en la única medida bajo la que poderosos determinan qué razas, qué especies o qué segmentos de la población merecen vivir.
El poder para definir quién tiene importancia y quién no, y la manera en que algunos determinan quién está desprovisto de valor para sustituirlo fácilmente, es denominado por el filósofo camerunés Achille Mbembe como Necropolítica. La necropolítica implica que las personas no son consideradas como un todo irremplazable, como una existencia inimitable, única y valiosa, que merece ser cuidada, sino como un conjunto de fuerzas de producción, que se consiguen y se reemplazan de forma sencilla. Si la biopolítica de Foucault implica la división de la especie humana en grupos y subgrupos para generar una ruptura biológica entre unos y otros, la necropolítica impulsa la colonización del poder sobre la vida y la muerte de las personas, relegando a los colonizados a una zona en la que son asumidos casi como objetos.
Aturdido por realidades como las que describe Mbembe, el fotógrafo Sebastião Salgado, tras sus inmersiones en Etiopía, Kuwait, Ruanda, la zona del Sahel y Yugoslavia, en las que presenció genocidios, desplazamientos masivos, miles de muertes por inanición, guerras interminables, y en definitiva, una cadena de horrores en la que los cuerpos y las vidas valían menos que nada, invita en el documental La sal de la tierra a que todo el mundo vea las fotografías en las que retrató estas atrocidades, para saber lo terrible que es nuestra especie.
Los pulverizados en Hiroshima y Nagasaki, los bombardeados con Napalm en Vietnam, los líderes sociales masacrados en Colombia, los inmigrantes ahogados en los mares de Europa, los muertos de hambre en África y América, las mujeres asesinadas impunemente en todos los rincones del planeta, los mojados que mueren en mitad de su camino a Estados Unidos y millones más, comparten un destino común con los que han muerto, solos y abandonados, por la inacción de sus gobiernos en medio de esta pandemia. A la luz de los poderosos, unas y otras, eran vidas que no valía la pena defender. Por el contrario, sus muertes eran necesarias para garantizar el flujo regular del progreso y el capital.
Si de verdad anhelamos salvar la especie humana y el planeta, uno de los objetivos después del coronavirus tendrá que ser la recuperación del valor de la vida, de todas las vidas. Precisamente, por ser la sal de la tierra, los humanos tenemos la obligación ética de restaurar su equilibrio, transformar nuestra racionalidad depredadora, y valorar y cuidar la existencia en todas sus formas.
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