Hay una Colombia que se cansó. Esa otra Colombia lleva semanas en las calles reclamando que este deje de ser un país en el que a unos pocos les va muy bien, mientras a la mayoría le va muy mal.
Vivimos el más fuerte proceso de movilización social de nuestra historia. Las iniciativas de Iván Duque que buscan, por un lado, seguir atacando conquistas históricas como la pensión y los salarios, y, por otro, seguir ensanchando los privilegios de la casta que ayudó a elegirlo, han llevado a millones de ciudadanos a manifestarse masivamente desde el 21 de noviembre.
La otra Colombia, esa que reclama con pasión y creatividad que las cosas cambien, proviene de una generación a la que le tocó nacer o tuvo que adecuarse al neoliberalismo, esa vetusta doctrina basada en una fórmula contraria a la democracia y la justicia, pero que ha hecho multimillonarios a unos cuantos: negar derechos, privatizarlo todo, deshumanizarlo todo y volverlo todo negocio.
A los miembros de esa generación nos ha tocado vivir a punta de contratos de prestación de servicios, no sabemos qué es una prima o qué son unas vacaciones, nos tocó endeudarnos para estudiar, padecemos sistemas de transporte caros e ineficientes, nos ha tocado disfrazar el rebusque de emprendimiento, nos tocó un sistema de salud en el que las EPS hacen de todo por no brindar una atención de calidad y nos tocó vivir el marchitamiento de la promesa de la movilidad social.
Esa misma generación, pese a la incertidumbre o quizás a raíz de ella, no traga entero, cuestiona, cree en el poder de la movilización y se mamó de que los gobernantes le pidan al pueblo que se apriete el cinturón, mientras ellos continúan disfrutando sus privilegios. Esa Colombia se la ha jugado por promover causas colectivas, por luchar en contra de la corrupción, por defender la educación pública, el medio ambiente, la paz, el campo, y por recuperar un valor que se ha buscado enterrar por todos los medios: la solidaridad.
La Colombia del #21N está en las calles para superar ese viejo país elitista, que cree que disentir y oponerse está mal, que ha normalizado la corrupción y el clientelismo, que considera que hay que favorecer infinitamente a los poderosos porque algo caerá de su banquete para beneficiar al resto, que estima que la gente es pobre porque se lo merece y que se inclina ante multinacionales y potencias extranjeras, al tiempo que desprecia su riqueza natural, social y cultural.
La respuesta de esa vieja Colombia no se ha salido ni un milímetro del libreto de siempre. Duque y el uribismo han deslegitimado las peticiones, han cubierto de intereses oscuros a los participantes, han desconocido al Comité Nacional de Paro, han presentado propuestas que nadie ha pedido y han estigmatizado, criminalizado y reprimido la protesta, al punto de llenar calles, barrios, universidades y hasta aeropuertos con el ESMAD, una fuerza que en lugar de establecer el orden, infunde un profundo temor y genera un amplio rechazo por acciones como el homicidio de Dilan Cruz.
Afortunadamente la contra respuesta ha estado a tono con el nuevo espíritu del país. Las jornadas de protestas han estado llenas de cacerolas, arte, humor, sátira, reflexión y acciones pacíficas, porque si algo necesitamos desaprender es esa violencia que ha escrito parte de la historia nacional, pero que nada mejoró y todo lo empeoró.
De la fuerza de la movilización ciudadana está emergiendo otra nación. La otra Colombia no quiere reeditar los viejos ciclos de miedo, terror e imposiciones, por el contrario, quiere escribir una nueva historia a partir de la esperanza, la resistencia, la dignidad y la democracia.
Es posible construir un proyecto de nación en el que el sol brille para todos. Los días luminosos que han transcurrido desde el 21 de noviembre, lo están demostrando.
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