“¡Ir a la escuela!” es una expresión de júbilo y alegría para los estudiantes, para los padres de familia y para la sociedad misma. Debería serlo también para los propios maestros. Porque sencillamente en la escuela se construye un proyecto político, porque en ella es posible otra sociedad y el cierre de brechas de inequidad, y fundamentalmente porque ella hace que millones y millones de proyectos de vida, que socialmente son inviables, tengan una posibilidad real de éxito y desarrollo.
“¡No ir a la escuela!”, por el contrario, es un grito de desesperanza, de pobreza, de angustia. Es renunciar a un sueño y seguir para siempre postrados en la inequidad, la injusticia y la pobreza. Para una nación, no ir a la escuela significa una condena a la postración del subdesarrollo; y para un ser humano cualquiera, sepultar las oportunidades y su dignidad misma.
Ahora mismo me pregunto: ¿Qué hubiese sido de mi vida si no hubiera tenido la oportunidad de asistir a la escuela? No tuve unos padres letrados, pero sí inteligentes. Ellos, con sabiduría meridiana, aunque no tuvieron esta misma oportunidad, comprendieron que la historia no podía replicarse en nosotros sus hijos. Sin estudio alguno, su sabiduría les alcanzó para entregarnos a cada uno de sus trece hijos todas las posibilidades para ir a la escuela. ¡Qué lección tan maravillosa! ¡Qué página de gloria han escrito en nuestras vidas! Además, porque la estrechez de su salario (el de mi padre, porque mi mamá cuidaba de nosotros en casa) daba al traste con sus nobles intenciones.
Al cabo voy descubriendo que mi pasión por los asuntos de la escuela proviene de dimensiones insondables. Ir a la escuela entonces es una gran noticia para un ser humano, para una familia, para una sociedad, para una nación. Absolutamente todos deberíamos unir voluntades para que nadie se quede sin ir a la escuela, y ante un suceso de esta magnitud, todos tendríamos que apostar por ir a la escuela el mayor tiempo posible. Cuanto más vamos a la escuela, mayores y mejores serán los resultados de progreso, desarrollo, promoción y superación.
En estas lógicas no hay justificación para que la escuela esté cerrada. Lamentablemente hoy en Colombia esta es una realidad: muchos días del año la escuela no abre sus puertas. Y las razones son infinitas para explicar esta inaceptable situación: “no han nombrado a la maestra”, “los profes están en capacitación”, “hay paro de maestros”, “el profe está enfermo”, “hay reunión de profes con el director”, “el profe está de licencia”, “no les han pagado a los profes”, “la escuela está ocupada por damnificados”, “los profes andan de permiso”. En fin, son múltiples las causas que hacen que las escuelas de Colombia estén cerradas muchos días.
Nunca he podido entender esta realidad ni la entenderé. Si nos organizamos, si planificamos bien las tareas, y por encima de cualquier consideración, si todos nos convertimos en vigías de los tiempos de estudio de los niños, seguro estoy de que todas estas actividades se pueden cumplir con afectación mínima o ninguna a ese sagrado derecho que tienen nuestros niños de ir a la escuela. No son los derechos de los niños o los derechos de sus maestros. Es la gestión creativa de decisiones la que permite la convivencia de ambos sin exclusiones. Ir a la escuela tiene que ser una gran noticia para los niños. Pero asimismo una gran oportunidad para sus maestros.
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