Comienza el nuevo año escolar al ciento por ciento de presencialidad, y con él son evidentes los innumerables rostros de emoción y esperanza, pero también los gestos inconfundibles de preocupación y miedo. Los primeros porque es el anhelado regreso luego de casi dos años de no estar juntos, y los segundos por el temor al contagio y por lo impredecible de su desenlace. En lo particular, debo manifestar que, a pesar de estar totalmente de acuerdo con el regreso a la presencialidad, sí me preocupa el bajo índice de vacunación de niños y jóvenes y la masificación tan apresurada de este proceso de aprendizaje. Bien se pudo regresar por grupos más pequeños para haber podido llevar a cabo un proceso pedagógico de inducción e inmersión más efectivo y protocolariamente más seguro.
En este escenario es muy usual, por lo menos en algunas instituciones educativas, la presencia de importantes filas de personas en espera de atención a una solicitud de cupo de matrícula. En una de aquellas, hoy privilegiadas, se encontraba el rector atendiendo las demandas de la comunidad, y en la fila estaba un niño de ocho años quien con su señora madre aspiraban a un cupo para grado tercero de básica primaria. Tan pronto llegó su turno, se dirigieron hacia la mesa de atención, tomaron asiento, saludaron y el niño cerró sus manos en señal de oración e inclinó levemente su cabeza hacia adelante. El rector respondió el saludo, revisó la documentación y le preguntó al aspirante:
—¿Por qué se quiere trasladar de colegio?
La mamá intentó responder la pregunta, pero el rector la interrumpió solicitando al niño que contestara el interrogante.
—¿Que por qué me quiero cambiar? Ay rector, si le contara, ¡son tantas cosas!
—Cuénteme —dijo el rector.
—Rector, juzgue usted mismo. Nosotros los pobres tenemos muchas dificultades para conectarnos a internet. Imagínese que yo me quedaba hasta una hora o más esperando que esa ruedita parara y me dejara entrar a la clase donde la profe y mis compañeritos estaban ya hace rato. Cuando eso pasaba mi alegría era inmensa, pero inmediatamente recibía el regaño de la profe, quien además de ridiculizarme ante todo el grupo, me desconectaba de la clase. Imagínese, rector, esperando más de una hora para ingresar y que la profe en menos de dos minutos lo saque a uno, no sin antes meterle el regaño… Me sentí maltratado.
Luego del relato del niño, el rector hizo algunas reflexiones y le preguntó:
—¿Armando, usted sí es capaz de aguantar el nivel de exigencia de este colegio?
—Sí, rector estoy seguro. Ma, me he aguantado a mi papá… ¿no?
El rector autorizó su matrícula, Armando se persignó y miró al cielo. Le extendió el puño al rector diciendo:
—Rector, usted es una calidad. ¡Cuál puño! Esto merece es una foto, ¿me permite?
Nuestra ciudad atraviesa una situación muy particular en educación: la matrícula desciende en el 90 % de los colegios mientras en el otro 10 % se presentan elevadas demandas que sencillamente no alcanzan a ser atendidas por la insuficiencia en la oferta de los cupos. Este fenómeno requiere un análisis detallado y considero necesario adelantar estudios al respecto, porque el fenómeno en lugar de atenuarse se intensifica cada año. Pero creo indudablemente que en la anécdota que comparto hoy encontramos la causa más importante: son muchos los niños y los jóvenes como Armando que no solo no encuentran una oferta académica pertinente que responda a sus expectativas, sino que además sufren carencias en sus instituciones educativas. Carecen de afecto, carecen de comprensión, carecen de diálogo, carecen de solidaridad, carecen de oportunidades, carecen de motivación, carecen de consideración, y la decisión consecuente es irse a buscar ese espacio escolar que por lo menos les garantice unas mínimas condiciones de estabilidad emocional para poder avanzar en su apuesta académica.
A todos los maestros, estudiantes, padres de familia y directivos, les deseo muchos éxitos en esta nueva aventura escolar que empieza y que juntos logremos que no haya más tragedias como la de Armando en nuestras escuelas.
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