En el artículo anterior diserté sobre la urgencia de alistarnos rigurosamente para el regreso a la escuela. Hice especial énfasis en las condiciones de seguridad ambiental y las sanitarias, los ambientes físicos, el saneamiento básico y el agua potable, la ventilación y la aireación de espacios, la dotación de implementos de aseo y la asepsia, las redes de conectividad y la infraestructura tecnológica, es decir, todo el conjunto de elementos que hacen que la locación escolar ofrezca las garantías básicas de protección y bioseguridad. Al final, también sugerí que no eran menos importantes las garantías pedagógicas y didácticas de la “nueva escuela”.
Las primeras condiciones son responsabilidad absoluta de las autoridades administrativas, léase Alcaldía, Ministerio de Educación Nacional, entre otras, mientras que las segundas corresponden a una competencia indiscutible de la escuela, sus maestros y directivos. Considero, entonces, que la historia nos ha solicitado pasar al tablero y presentar un gran examen.
Para todos es claro que hemos estado frente a una escuela desactualizada, descontextualizada y poco pertinente, y aunque la pandemia validó, precisamente, el verdadero sentido de la presencialidad escolar, asimismo quedó demostrado que hay infinidad de tareas que pueden llevarse a cabo con éxito en forma virtual o remota, de modo que es urgente optimizar y priorizar los tiempos de la presencialidad escolar, pero no para cumplir una jornada o mejorar per se los indicadores de escolaridad, sino para generar los cambios pedagógicos necesarios que permitan responder a las exigencias del siglo XXI.
La escuela es un escenario de encuentro y hasta hoy se ha ocupado de un sinnúmero de actividades, proyectos, tareas, ejercicios y dinámicas que resultan estériles, enajenan el interés de los estudiantes e incentivan vicios y actitudes que desfiguran la esencia formativa de la educación. Por esta razón, es fundamental poner las obligaciones en orden: el gobierno a responder por la logística y el equipamiento, y los maestros, por la pedagogía, el currículo y la didáctica. Seguro estoy de que esta apuesta nos viene bien, porque podemos albergar la esperanza de que es posible construir una nueva escuela; el gobierno garantizando el edificio físico y los maestros, el edificio pedagógico.
Al respecto, es pertinente la respuesta que dio Julián de Zubiría cuando fue cuestionado por el modelo educativo ideal. Ante la pregunta ¿cómo debería ser la escuela hoy?, contestó lo siguiente: “El ser humano piensa, ama y actúa. Considero entonces que la escuela debe desarrollar tres competencias básicas: pensar, comunicarse y convivir. Pensar las preguntas de la vida, comunicarse leyendo, escribiendo, escuchando, y convivir en el reconocimiento de la diferencia, del pensamiento divergente. La escuela hoy, por ocuparse de enseñar tantas trivialidades, ha descuidado lo esencial, lo básico”.
Considero que el maestro de Zubiría no nos entrega las respuestas del gran examen, pero sí nos ubica en la dirección acertada para encontrarlas: la búsqueda de esas respuestas no responde a fórmulas exactas como aquellas que nos tuvimos que aprender de memoria, pero que jamás supimos para qué servía (la fórmula general para resolver ecuaciones de segundo grado constituye un buen ejemplo), sino que cada maestro en su desarrollo disciplinar, en el contexto de sus estudiantes y en la apuesta intencional de su escuela es quien debe construir su propia “fórmula” y darle sentido a su práctica pedagógica.
Un ejemplo: en la música es muy importante que el estudiante aprenda a interpretar un instrumento musical, y en ese sentido el profe tendrá que diseñar estrategias didácticas que procesualmente vayan perfilando este logro, pero esto no es suficiente, falta lo trascendente: ¿cómo desarrollar el pensamiento a través de la música?, ¿ cómo aprovechar la música para expresar y comunicar emociones, sentimientos e ideales?, ¿cómo hacer de la música un instrumento de paz y un espacio de sana convivencia? Porque quedarnos solo en la interpretación de un instrumento implica reducir la escuela a una tarea de instrucción y no de formación, y que el docente se desentienda de su rol de maestro y ejerza un rol de instructor, el instructor crea interpretaciones, el maestro forma sinfonías, en la nueva escuela deben resonar nuevas melodías que se acoplen sinfónicamente con las partituras de la vida. En medio de tanta tragedia y desesperanza, es bueno que la vida nos ponga esta cita y nos permita a los maestros, pedagógicamente hablando, ser los arquitectos de la nueva escuela que hoy y desde hace décadas necesitan los niños y jóvenes de Colombia.
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