El fabuloso escritor norteamericano Francis Scott Fitzgerald comienza su célebre novela, “El gran Gatsby”, con una contundente advertencia: “Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien (…) ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas…”. Y cito esto por todo lo siguiente.
Hace unos meses acompañé a un grupo de egresados de hace algo más de tres décadas que, como suele ocurrir, desean reunirse para conmemorar los aniversarios de su promoción. La cita fue al empezar la mañana de un sábado. Asistieron aproximadamente un centenar de personas que formaron parte de aquella cohorte. Risas, desconcierto, saludos, abrazos, anécdotas, sorpresas, recuerdos y hasta confusiones fueron gestos que en aquel primer momento de encuentro expresaron los asistentes, quienes esperaban aquel momento con gran expectativa. En aquel desfile de personalidades se pudo notar la presencia de militares, juristas, médicos, ingenieros, periodistas, docentes y hasta un sacerdote. Con impecables prendas engalanaron los pasillos y las aulas de aquel colegio que hace más de treinta años fue testigo de sus actos adolescentes y juveniles y que, mucho años después, en la edad adulta de sus vidas, evidenció sus gestos de nostalgia y melancolía.
Pero hubo un hecho particular que llamó la atención de todos los asistentes. En medio de aquel selecto grupo sobresalió la presencia de dos personajes que, aparentemente, querían aprovechar el momento para ejercer su actividad: un lotero y un lustrabotas. Cuando me percaté de su presencia, llamé al portero para indagarle por qué había autorizado el ingreso de ellos. Me respondió: “Ellos también son egresados”. Con gesto de sorpresa me dirigí hacia ellos, los saludé, les di la bienvenida y rápidamente me interesé por integrarlos a los diferentes grupos de conversación que aún se ocupaban de saludos y bienvenidas. Todos, rápidamente, los identificaron y se convirtieron a partir de ese momento en el centro de atención del encuentro. Para ser sincero, me sorprendió la calidad humana de aquel grupo de connotados, que no escatimaron esfuerzos para hacerles sentir a estas dos personas la complacencia y el bienestar. Los títulos, los créditos, las altas posiciones, las dignidades no fueron óbice para que unos y otros se trenzaran en abrazos, estrecharan sus manos y se reconocieran como aquellos que ayer en igualdad de condiciones estaban definiendo el rumbo de sus vidas. Superada la sorpresa, la jornada transcurrió dentro de lo previsto y este hecho marcó significativamente aquel encuentro, que además también se signó con la infausta noticia de la temprana desaparición de algunos de ellos.
Quiero resaltar dos detalles que se suscitaron a propósito de esta sorpresiva y particular visita. Cuando me encontraba saludándolos y compartiendo unas breves palabras con cada uno de los asistentes, al llegar donde el vendedor de lotería, me dijo: “¡Qué alegría me da, señor rector, al encontrarme con mis compañeros, todos tan exitosos, a mí no me alcanzó pa’más!”. Y el segundo detalle fue cuando un pequeño grupo de ellos se me acercó y me dijo: “¡Qué opina, pues, señor rector, y saber que eran los más divertidos, los más folclóricos, eran los ¿payasos? del grupo!”.
Espero que no se interprete esta anécdota como un manifiesto de denigración de oficios tan dignos como los que en ella refiero. Para ellos y para todos aquellos que se desempeñan en las más duras tareas, mi gratitud y aprecio, no solo porque son tan dignos como todas las personas, sino además porque yo mismo soy hijo de un humilde aseador.
Como maestros esta anécdota podría provocarnos profundas reflexiones. Primero, estudiar, si bien es una aventura, constituye un proceso de crecimiento constante y doloroso. Combatir la ignorancia, quizá una de las peores enfermedades que como sociedad nos carcome, implica determinación, voluntad y convencimiento. La felicidad en la escuela no es sinónimo de solo divertimento y folclor, de irresponsabilidad y de ganar por ser el más gracioso. Y segundo, la felicidad en ella la vivimos cuando comprendemos que la educación y nuestro paso por la escuela nos hace humanos, porque al decir de Juan Luis Vives, la escuela es el lugar donde los animales se hacen hombres, y este proceso necesariamente causa dolor, pero a la vez nos proporciona una de las mejores experiencias, porque allí potenciamos lo que nos diferencia de los demás: la razón, los criterios y la humanidad. Ojalá que quienes compartimos el día a día con nuestros estudiantes, socialicemos con ellos muchas historias, porque la vida es un libro abierto que merece ser leído, y que sean ellos quienes saquen sus propias conclusiones.
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