“Señor rector: buenas tardes. Espero que usted se encuentre muy bien. Le escribo desde el hospital. Ando malita de salud. Pero en medio de este difícil suceso, le escribo para contarle que me he encontrado con el mejor paramédico. Me ha cuidado como a su propia madre y me cuenta que siente un profundo afecto por usted y los profes del colegio. Aclara, eso sí, no por todos. Me confiesa que le salvamos la vida y que las infinitas oportunidades que le dimos lo arrebataron del mundo de la delincuencia y la drogadicción. Está profundamente agradecido y dice que me cuidará no menos de lo que nosotros lo cuidamos a él”. Junto a esta nota, la profe me envía la foto del joven paramédico.
En 2011, llegó al colegio un niño de esos que muy rápido se convierten en personajes institucionales, sencillamente porque no pasan inadvertidos y son de conocimiento general a pesar de las múltiples diferencias. Pedrito entró a cuarto de primaria y vivía con su abuela, una señora de avanzada edad y con múltiples dificultades de salud. Sus condiciones económicas eran muy difíciles y estaba rodeado de factores de alto riesgo y vulneración psicológica, emocional y social. Era tal el grado de desolación que rodeaba su vida que, para quienes creemos en la divinidad, encontrábamos en ella la única razón por la cual él estaba en la escuela, y para quienes no, forzosamente hallaban una razón por encima de lo natural.
En lo personal, Pedrito tenía unas maneras muy particulares: era atrevido, despierto, espontaneo y no tenía dificultad alguna para confrontarme a mí como rector, si era necesario para buscar mejores condiciones. Cierto día, recuerdo, entró a mi oficina: “Señor rector, buenas tardes. Por ahí lo he visto mucho en las noticias al lado del gobernador y del alcalde. ¿Y eso para qué? Eso no sirve de nada. Mire, ya estamos a qué, a 18 de marzo, y esta es la hora que no hay almuerzo, y esta (se señala el estómago) no da espera”.
Junto a un puñado de maestros, entendimos que en el proyecto de vida de Pedrito había una misión fundamental para cumplir. Más allá de las tareas de la escuela, nos dedicamos a rodearlo de condiciones económicas, psicológicas, académicas, sociales y hasta vocacionales. Decidimos entonces competir contra los andenes de la droga y de la delincuencia, porque solo había dos opciones en su vida: los patios de la escuela o los patios de la cárcel, y formamos alrededor de su vida, en la medida de nuestras posibilidades, un “cerco” que lo acompañara a caminar por los senderos de la educación.
No fue fácil, fundamentalmente porque Pedrito estaba invadido de muchas carencias. A falta de todos los reconocimientos, incluidos los paternos, encontró en la escuela y en mi consideración un momento extraordinario en su vida para alardear de su posición estratégica y enrostrársela a quien fuera; situación por supuesto nada fácil de manejar en un entorno escolar, donde los propios afectados eran profesores y directivos, quienes en defensa propia organizaron también un grupo buscando su expulsión, dados sus altos niveles de insolencia.
Otro día ingresó tarde a la clase de uno de los profesores que estaban incomodos con él. “Señor Tangarife, ¿qué son estas horas? ¿Dónde está su autorización?”. Guardó absoluto silencio, dio media vuelta y se dirigió a la rectoría. “Señor rector, que si puede subir un momento al grupo, donde el profesor Hurtado”. Acudí al llamado y mientras ingresábamos al salón de clase, señalándome, dijo: “Profe, ¿es suficiente?”. Así era Pedrito. No era gratuita la animadversión que se ganó de algunos.
Quienes se desencantaron de él, tenían innumerables razones; estaban siendo realmente justos. Otros profesores estaban por encima de la justicia y evidenciaban la misericordia; pudieron más las urgencias de Pedrito que sus imprudencias.
En medio de esta situación que se mantuvo así por siempre, logró aprobar grado noveno. Pedrito integraba la brigada de primeros auxilios desde sexto, y con su nivel de educación básica secundaria aprobado se hizo conductor paramédico. Hoy labora para una entidad de salud y le prodiga a su maestra de cuarto grado de primaria todas las atenciones y cuidados que ella merece y requiere.
Pedrito se ha salvado de habitar los patios de la cárcel. Y aunque no habita tampoco los patios de la escuela, recorre como un hombre de bien los patios de la vida. Gracias, profes, a todos, incluso a quienes Pedrito alcanzó a irritar. Seguro estoy de que ustedes también hacen parte de su historia.
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