Sin duda alguna la estrategia más efectiva para luchar contra la desigualdad, la inequidad y la pobreza es la educación. Muchos testimonios validan esta afirmación, a tal punto que cada uno de nosotros conocemos por lo menos a una persona de nuestro círculo más cercano que es ejemplo de superación y resiliencia y que ha hecho de la educación su principal aliado. Lo que uno no entiende y le cuesta creer es que un vehículo tan poderoso y transformador padezca tan enormes deficiencias con la contemplación impávida de quienes tendrían que rediseñar sus estructuras, como las autoridades educativas y el aparato legislativo nacional.
En este espacio de opinión hemos analizado algunos aspectos deficientes y críticos del sistema educativo y lo seguiremos haciendo, y por eso quiero referirme hoy a la política de primera infancia en Colombia. Desde 1994, cuando se promulgó la Ley General de Educación, se definieron tres grados de educación formal para el nivel de preescolar, iniciando por el grado de transición (cinco años) e implementando los otros dos grados (tres y cuatro años) progresivamente a medida que se iban cumpliendo las coberturas. Es lamentable que después de veintiséis años dicho mandato no se haya cumplido y no exista el más mínimo avance en esta materia.
Mientras tanto el gobierno central, con la complacencia del parlamento, ha implementado la desafortunada política “De cero a siempre”, que según valoraciones de expertos es solo un acompañamiento asistencial y poco o nada tiene que ver con la atención a procesos de formación y desarrollo cognitivo, y eso sin contar que durante esta etapa de la vida del ser humano se gestan y maduran las estructuras cerebrales que determinan los rasgos definitivos en la vida del hombre. Según los científicos, en los primeros cinco años el cerebro es cuando más crece, o sea que es el momento más apropiado para aprender.
Según la Organización Mundial de la Salud, cada año más de doscientos millones de niños y niñas menores de cinco años fallan en alcanzar su máximo desarrollo cognitivo y social y “muchos problemas que sufren los adultos, como problemas de salud mental, obesidad, cardiopatías, delincuencia, y una deficiente alfabetización y destreza numérica pueden tener su origen en la primera infancia”. Esta es una razón suficiente para que nos deba preocupar lo que está sucediendo con los niños que logran escolarizarse en transición con cinco años de edad e ingresan a la formalidad de la escuela con enormes carencias y profundos vacíos, condenados a una competencia para la cual están sentenciados al fracaso antes de comenzarla.
Las mediciones que adelantan algunas instituciones especializadas dan cuenta de esta grave crisis por la que atraviesa la educación preescolar oficial en Colombia. Lamentablemente este doloroso drama no parece importarle a nadie y muchas veces ante él transitan inermes docentes y directivos. Por supuesto que la gran responsabilidad está en las autoridades educativas y los legisladores, quienes deberían valorar la inviabilidad de una nación que tiene a su “primera infancia” en el olvido de sus preocupaciones. Un país que no priorice la atención integral de su primera infancia es un país que le apuesta a sostener una población enferma, limitada y con alta propensión al fracaso. Con razón se publican a diario noticias como esta: “De los 13.400 colegios que hay en el país, 840 lograron clasificarse dentro del ranking Sapiens Research, y solo tres son públicos”. Convencido estoy de que hasta que no intervengamos estructuralmente la política de la primera infancia en Colombia, la horrible noche no cesará.
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