Desde hace algún tiempo es habitual escuchar en conferencias, leer en revistas y periódicos y ver en telenoticieros informes y comentarios sobre la intrascendencia y la mínima importancia que hoy tiene la escuela; la idea es tan extrema que ha servido incluso para bromas, epítetos y exageraciones de mal gusto, pero que al final provocan hilaridad en algunos desprevenidos y angustia en otros. Puesto que no debemos desconocerla ni descalificarla a priori, la actitud más pertinente es leerla con tranquilidad, reflexionar y responder con determinación.
En 2001 Philippe Perronoud, sociólogo suizo con amplia experiencia por su trabajo pedagógico en países como Brasil, escribió: “La escuela no sirve para nada”, y lo afirmó porque corroboró que en los hechos más trágicos y funestos para la humanidad estaban comprometidos en calidad de autores grandes personajes de la academia, la ciencia y la investigación; decía, por ejemplo, que los doce dignatarios nazis que crearon las cámaras de exterminio tenían formación doctoral.
Roger Schank, teórico estadounidense de la inteligencia artificial, psicólogo cognitivo y científico del aprendizaje, ha dicho de manera categórica: “Lo que nos enseñan en la escuela no sirve para la vida real”. Su lema es que la experiencia es el mejor motor del aprendizaje, y por ello es el principal promotor de las teorías de “aprender haciendo”.
En 2018, el Banco Mundial sentenció: “Ir a la escuela ya no sirve de nada”, motivado por los bajos resultados de los estudiantes de buena parte del mundo en pruebas estandarizadas internacionales —y a esto lo llaman “crisis de aprendizajes”—.
En tal sentido hay innumerables ejemplos, pero analizando la realidad actual, me surgen algunas inquietudes. Debido a la pandemia que implacablemente azota a la humanidad, las escuelas han tenido que cerrar de manera obligada sus puertas por más de ocho meses. Si fueran verdad las sugerencias de Perronoud, Schank y el Banco Mundial, ¿por qué se han elevado exponencialmente los casos de depresión?, ¿por qué los niños reclaman los espacios que viven en la escuela?, ¿por qué se siente la ausencia del buen maestro y reclaman su presencia, ¿por qué ha sido tan complicado vivir una escuela virtual, ¿por qué el vacío de sus compañeros de curso se ha tornado insuperable?, ¿por qué han aumentado los suicidios?
Esto revela una evidente contradicción: por un lado, no tiene sentido ir a la escuela y lo que allí se enseña no sirve para nada, pero cuánta falta nos hace y qué difícil es vivir si cerramos sus puertas.
Probablemente la escuela hoy padece una crisis en los resultados de las evaluaciones estandarizadas y paramétricas, y es irrefutable que estos deberían y podrían ser mucho mejores, de suerte que hay que revisar, corregir e intervenir el marco de los desarrollos curriculares de la gestión escolar. Sin embargo, no estoy de acuerdo con la sugerencia del Banco Mundial, según la cual “hay crisis de aprendizajes”. La escuela en su esencia es un manantial inagotable de aprendizajes y el inventario de las lecciones aprendidas en la escuela no es perceptible ni siquiera para el maestro.
He ahí uno de los más bellos e insondables milagros de la escuela: “aprender lo que no se enseña”. Esta idea la desarrolla bella y magistralmente el pedagogo alemán Hartmut von Hentig, cuando su pequeño sobrino, complacido de sus vacaciones y a pocos días del regreso a sus tareas académicas, le pregunta: “¿Tío, por qué tengo que ir a la escuela?”, y él le contesta ese inteligente cuestionamiento con 26 hermosas cartas, que recobran hoy toda vigencia y se convierten en argumento suficiente para defender la existencia de la escuela. El texto que las reúne se llama Cartas a Tobías, y osadamente resumo su contenido así: a pesar de que en muchas otras partes puedes adquirir los conocimientos que se imparten en la escuela, solamente en ella puedes vivir escenarios sociales de aprendizaje que son definitivos para la escuela de la vida.
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