Después de unos breves meses de regreso a la presencialidad escolar, son muchas y muy generosas las manifestaciones de estudiantes, docentes y padres de familia respecto a las gratas sensaciones que tienen con el anhelado retorno. “Volver” es el verbo de moda y su conjugación ha desgarrado expresiones cargadas de emoción y esperanza. Por supuesto, comparto el afán por el regreso y vivencio a diario sus inmensas bondades; fue lo mejor que nos pudo haber pasado en estos tiempos difíciles y convencido estoy de que debimos abrir las escuelas mucho antes.
Pero en esta ocasión no es de los beneficios del regreso que quiero proponer la reflexión, sino sobre los inmensos daños y deterioros que ha causado el cierre de las escuelas por más de un año y medio. A diario conocemos una gran cantidad de casos sobre cómo la pandemia hizo estragos en la vida de nuestras comunidades; daños de todo tipo: económico, afectivo, sentimental, de salud física y emocional. Reparables, unos; irreparables, otros (tales como la pérdida de varios miembros de una misma familia y hasta la desaparición casi absoluta de otras). En fin, la tragedia ha estado matizada por paisajes diversos, pero siempre con las improntas del dolor, la desesperanza y la impotencia.
La historia que hoy voy a contar implica estas huellas. Días atrás, me enteré de que uno de los coordinadores de un colegio abordó al director y le dijo: “Señor rector, me gustaría que se diera una habladita con una estudiante, la siento muy deprimida y creo que tiene una historia trágica, de esas que movilizan el corazón de un maestro”. El rector agendó de inmediato una cita para el día siguiente, aunque siempre pensó que el caso, el de una adolescente de quince años que cursa noveno grado, era una más de las tristes historias que ha dejado la pandemia, pero nunca que iba a escuchar de sus palabras una condición de vida tan trágica y menos aún en un entorno tan sombrío.
Cuando entró a la oficina, le dio la bienvenida, la saludó y le planteó varias preguntas: ¿en qué grado estás?, ¿hace cuánto que estudias en el colegio?, ¿dónde vives y con quién? La estudiante respondió religiosamente cada pregunta, pero la última respuesta llamó poderosamente la atención del director: “Desde que volvimos al colegio —dijo ella— vivo con mi mamá”. Ante otra pregunta, la adolescente explicó que tuvo una pieza alquilada en la galería, porque su mamá le había dicho que, como no estaba estudiando, tenía que trabajar, de modo que se tuvo que ir con ella, quien le enseñó a ejercer la prostitución.
Y no siendo suficiente esta desgracia, continuó la joven: “Pero me cansé de pasarle toda la plata a mi mamá, y por eso decidí independizarme y terminé trabajando para mí. Cuando ya podíamos regresar al colegio, le dije a mi mamá que volvía con ella si me dedicaba a estudiar. Yo quiero ser una gran psicóloga”.
Permítanme, por favor, resaltar tres hechos de esta historia que me parecen de especial trascendencia: el primero, la ausencia de presencialidad escolar provocó el inicio de la prostitución de una menor de tan solo quince años; el segundo, por sentirse explotada, decidió independizarse (“decidí trabajar para mí”, dice la joven), y el tercero, en medio de su monumental tragedia, la niña tiene el sueño de ser una gran psicóloga.
No entraré a informar las acciones que desde el colegio se han tomado, porque no es el propósito del artículo. La reflexión que pretendo proponer a partir de este caso tiene que ver, inicialmente, con la vocación del maestro frente al nuevo sentido de la presencia escolar, porque es imposible que nos dediquemos a enseñar sin que tengamos a un sujeto con las condiciones necesarias que garanticen su aprendizaje.
La estudiante de nuestra historia puede tener el sueño de ser una gran profesional, pero si sus maestros no se ocupan por conocer e intervenir su desgracia en la medida de sus posibilidades, no habrá aprendizaje posible. Su tragedia, su dolor y su angustia tienen que ser parte de la agenda del maestro, mas no un simple elemento del paisaje. Necesitamos con urgencia hurgar en nuestros estudiantes qué pasó con ellos en la pandemia, y aunque es importante tener ojos de esperanza frente a lo que significa el regreso, es imperioso conocer los rasguños y las heridas que en ellos ha traído este oscuro momento de sus vidas. Únicamente así podremos esperar a que mañana, en la cima del triunfo, de ellas solo queden nobles cicatrices.
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