Leonardo es un chico de colegio público, cursa grado noveno, es excelente deportista y la gloria de su colegio, de su departamento y del país. Desgraciadamente, y como le sucede a muchos jóvenes hoy día, cayó en el flagelo de las drogas, epidemia mundial que los gobiernos no han intervenido con políticas públicas eficaces. Como consecuencia, Leonardo descuidó sus estudios, abandonó el deporte y asumió en su hogar actitudes de rebeldía, irrespeto y agresividad. Cierto día fue sorprendido consumiendo dentro del colegio, por lo que se citó a su acudiente, don Jairo, un hombre bueno, un padre responsable, trabajador, honorable y de profundo compromiso con sus hijos. En común acuerdo, la profesional en orientación escolar, el instructor deportivo, el señor padre y el rector definieron un plan de intervención para sacar a Leonardo de su situación y enrutarlo de nuevo en su exitosa carrera como estudiante y deportista.
El colegio decidió delegarle al estudiante la tarea de ser monitor deportivo, ya que por su amplia trayectoria y experiencia en el deporte que practica, bien podría acompañar a otros que apenas empiezan en la práctica del mismo, y sería una gran estrategia de su uso del tiempo libre. Transcurrieron apenas veinte días y nuevamente se presentó un hecho de la mayor gravedad: Leonardo había distribuido galletas con marihuana a unos estudiantes en el entrenamiento.
Una vez más se reunió el equipo de apoyo con presencia de don Jairo y su hijo. Este pobre hombre estaba destrozado, entró a la oficina cabizbajo, callado, taciturno y con un rostro de amargura indescriptible. De repente se arrodilló frente a su hijo y bañado en llanto le dijo: “Leo, hijo, ¿por qué me haces esto? Porque te amo, ¿qué me quieres cobrar?”. Leo permanecía en silencio, lloraba como quien guarda actitud de arrepentimiento, pero igual desconfiando de su fuerza de voluntad. La escena es impresionante. Padre e hijo se miraron fijamente y derramaron lágrimas sin tocarse físicamente, pero sus almas estaban perdidas en un solo abrazo. Después de unos minutos, don Jairo le dijo: “Hijo, está bien, me tocó vivir esto y lo asumo, te aseguro que lucharé hasta la muerte contra esta maldita plaga, no voy a permitir que se me arrebate lo que más quiero, y si a la cárcel te mandaran, allí estaré a tu lado”.
Se decidió entonces seguir acompañando a Leonardo y, bajo unas medidas especiales de asistencia y terapia, avanzar en su recuperación. Por espacio de un año Leonardo reguló mucho el consumo de sustancias psicoactivas, mejoró su desempeño escolar y con mediana regularidad reinició sus prácticas deportivas. Un día tuvo una recaída y fue sorprendido por su papá consumiendo en casa, situación que, al parecer, había sido erradicada. Eran más o menos las seis de la tarde y don Jairo tomó la decisión de echar de la casa a su hijo, y con su corazón sangrando de dolor, pero con la convicción del amor, le dijo: “Hijo, tú lo has querido, seguramente ese vicio te da más satisfacciones que yo, vete con él”.
Don Jairo envió a su hijo a dormir a la calle, lo lanzó al vacío del peligro y la soledad. Leo se fue sin decir ni una sola palabra, sin levantar la mirada, pasó la noche de esquina en esquina, no se encontró con nadie, y durante largas horas solamente lo acompañaron el frío, la lluvia, la oscuridad y el miedo. Eran ya pasadas las cinco de la mañana, Leo estaba apenas somnoliento, envuelto en una cobija que le prodigó su madre, cuando llegó hacia él don Jairo: “Hola, hijo, ya está bien, vamos a casa, nos ha hecho una noche muy fría”. Al llegar a casa, su madre los recibió con profunda pasión y con un hermoso mensaje exhibido en un cartel en la sala de la casa. Mientras Leonardo tomó una ducha de agua caliente, ella preparó un delicioso desayuno, al cabo del cual llevaron a Leo a su cuarto para que descansara. La cama estaba perfectamente dispuesta y hasta con tendidos nuevos.
Finalmente, Leonardo se graduó con honores, fue becado por el Estado para estudiar en una de las mejores universidades del país y logró el galardón como el mejor deportista del año.
Cada uno puede sacar sus propias conclusiones. Yo tengo la mía: “¡Ese es mucho papá!”.
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