Los expertos en orientación familiar y formación de padres han recomendado desde hace algún tiempo que a los hijos hay que sustentarles y argumentarles las razones de nuestras decisiones, entre otras cosas porque ya ha quedado en el pasado la época en que los padres y los profes mandaban y los hijos y estudiantes obedecían. Debo confesar que me parece absolutamente conveniente que las determinaciones que se adopten con relación a las demás personas vayan acompañadas de generosos argumentos, ojalá cargados de razón, afecto y conveniencia. No obstante, debemos estar preparados para cuando los argumentos se agotan, se disminuye la paciencia y no alcanzamos su comprensión. A propósito, comparto con ustedes una anécdota.
En cierta ocasión debíamos atender en familia un compromiso de notada importancia, y uno de mis hijos me manifestó su incomodidad para asistir y casi que su decisión de no acompañarnos. Al decirle que debía asistir con nosotros, llegó la esperada pregunta:
- ¿Por qué, papá?
- Hijo, porque es una invitación para toda la familia.
- Pero si yo no voy, ¿no hay familia?
- Hijo, sí, pero tu ausencia no será bien vista.
- A mí no me interesa que me vean bien, a ustedes los verán bien y como yo no estoy, no importa que me vean mal.
- Hijo, uno en la vida no solo hace lo que quiere, también es necesario y conveniente hacer lo que se debe.
- Precisamente, papá, y yo creo que lo que debo hacer es no ir.
- Hijo, como miembro de esta familia tienes unos deberes y uno de ellos es asistir con voluntad a ciertos eventos sociales y familiares, que se derivan de tu pertenencia a ella. Así te va a suceder en la universidad, en el trabajo, en grupos sociales, porque todo tipo de pertenencia en calidad de miembro de alguna organización compromete unos deberes que pueden no ser de nuestra simpatía, pero que, por la naturaleza misma de la organización a la que pertenecemos, debemos cumplir.
- Padre, no pienso igual, uno debe hacer solo aquello con lo que esté de acuerdo y nada más.
En aquel momento la paciencia se agotaba, la capacidad racional para construir argumentos llegaba al mínimo y fue entonces cuando eché mano de una expresión que recoge sentimiento, pasión, autoridad y angustia: “Hijo, ninguna de las múltiples razones te han dejado satisfecho y seguramente ante esta, que es la más simple, no tendrás opción: tienes que aceptar porque este fue el papá que te tocó, este fue el papá que la vida te dio”.
Nos miramos fijamente y con ojos húmedos nos trenzamos en un abrazo. Mi hijo se hizo mayor y por razones de estudio debió marcharse de nuestro lado a vivir solo en una ciudad grande y compleja. Hace algunos días en un mensaje de cumpleaños desde la distancia, entre otras líneas, me escribía: “Padre, eres mi ejemplo perfecto, eres mi héroe, eres la fuente de sabiduría, eres modelo de sacrificio; doy gracias a la vida por el papá que me tocó”.
A veces ante nuestros estudiantes y nuestros hijos más complejos, demasiado inteligentes, atrevidos, divergentes y hasta contestatarios, nos agotamos rebuscando argumentos que estén al nivel superlativo de sus condiciones. Creemos que nuestras razones no pueden ser intelectualmente más simples que sus excepcionales condiciones y muchas veces ahí nos equivocamos. Muchas veces la gran razón, la gran verdad, no está en los más sofisticados tratados de investigaciones del comportamiento humano; muchas veces se encuentra en nosotros mismos cuando interpretamos el lenguaje del amor.
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