Muchos elementos se han revaluado en los entornos educativos y escolares a propósito de la pandemia: la discusión sobre los contenidos y las competencias, la esencia pedagógica de la evaluación, la importancia de la presencialidad escolar, la eficacia de las plataformas virtuales, la gestión del maestro, y un largo etcétera. A pesar de que la historia de la escuela se partió en dos después del coronavirus, hoy deseo resaltar una función invisible de la escuela que seguramente ha estado con nosotros, pero que, tal vez, nunca la hemos advertido porque no hace parte de su currículo formal. ¿Cuántas experiencias maravillosas se desarrollan alrededor de la escuela, mas no de su currículo? El inventario que se puede hacer es muy amplio, pero basta un ejemplo.
“Rector, es urgente volver a la escuela. Estos chicos abandonaron los buenos hábitos, dan las cinco de la tarde y no se han bañado, comen en cualquier parte, estudian debajo de las cobijas, no hacen deporte, mi hija ya no se arregla, y hace más de un año no la veo coger un libro”. Transcurridas tres semanas: “Rector, estoy feliz, mi hija volvió al colegio, lleva quince días asistiendo, a las seis de la mañana está arreglada y sencillamente hermosa, volvió a ser la misma de siempre, se alimenta en el comedor, estudia en la biblioteca. ¡Esto es un milagro!”.
En un primer momento, esta anécdota real es el grito desesperado de una madre que siente cómo la falta de presencialidad escolar le ha arrebatado a su hija valores tan importantes como la estética, la urbanidad, los buenos modales, los bellos hábitos, el cuidado personal, el amor a la lectura, la puntualidad, en fin, una serie de atributos que en épocas normales ella exhibía con lujo de detalles y que habían quedado por fuera de su cotidianidad; pero, en un segundo momento, constituye el grito de júbilo, la gran satisfacción por el regreso a la escuela, porque con él han regresado esas bellas costumbres que permiten contemplar a un ser humano más allá de su condición meramente animal; la escuela ha llegado al rescate de los hermosos hábitos de la hija.
Este significativo pasaje de la vida de una familia permite alimentar una reflexión que tiene una buena cantidad de interpretaciones y acepciones, pero que deseo enfocar hacia las dimensiones insondables de la escuela: ni siquiera los propios maestros somos plenamente conscientes de la amplia gama de procesos que evolucionan de manera natural y adyacente a los desarrollos escolares formales, y que además parecieran darse casi de manera mágica. Y estos procesos desbordan el currículo, no se dan en el aula regular de la escuela, pero se gestan en las aulas naturales de la escuela de la vida. Por eso, grandes momentos en el desarrollo evolutivo del ser humano permanecen en el registro memorable de los escenarios escolares: un amor, una amistad, la práctica de un deporte, la afición a la música, un hobby, el gran paseo, la despedida soñada, la grata reconciliación, la mejor fiesta, el gran paseo, por mencionar solo algunas de grata recordación. Asimismo, perduran otros no tan gratos, aunque no por eso menos importantes como valiosas lecciones de vida: el ridículo de mi vida, la gran decepción, las huellas de la ingratitud, la pérdida de la final, la fiesta a la que no me invitaron, o, simplemente, aprender a vivir sin mis grandes amigos, un hecho que era impensable y del cual ahora solo quedan recuerdos.
Acontecimientos como el recreado en este artículo abundan hoy en las escuelas de Colombia: chicos que habían perdido su felicidad a causa de la escolarización virtual han vuelto ahora a sonreír. Y me pregunto entonces: ¿qué hay detrás de la escuela?, ¿por qué esa movilidad que subyace a la agenda escolar oficial alcanza logros tan trascendentes? Considero que abrir la escuela para que los niños vuelvan a sonreír ha valido mucho la pena.
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