El pasado sábado, Miguel Ángel Santos Guerra publicó su tradicional columna semanal en El Adarve, un blog personal en el que comparte sus ideas y reflexiones pedagógicas y educativas. En su bello artículo, titulado “Mi credo para un nuevo curso”, expone magistralmente dieciocho puntos que sintetizan las que debieran ser las firmes convicciones de un maestro; puntos que, además, podrían convertirse en el faro iluminador de la actuación pedagógica.
Allí, alude al filósofo estadunidense Jhon Dewey, la figura más representativa de la pedagogía progresista y el precursor e inspirador de la enseñanza centrada en el niño, quien en “Mi credo pedagógico” dice: “Creo (…) que la educación es un proceso de vida y no una preparación para la vida futura. Creo que la escuela tiene que representar la vida presente: tan real y vital para el niño como la que lleva en su hogar, en el vecindario, o en el patio del recreo. Creo que una buena parte de la educación actual fracasa debido a que se niega ese principio fundamental de la escuela como una forma de vida comunitaria”.
Inspirado en el credo de Dewey, el maestro Miguel Ángel construyó su propio credo, del cual deseo compartir tan solo un fragmento: “Creo que el aprendizaje se produce cuando alguien quiere aprender, no cuando alguien pretende enseñar. Por eso es tan importante despertar el deseo de aprender, avivar el amor al conocimiento. El verbo aprender, como el verbo amar, no se pueden conjugar en imperativo”.
Considero que estamos ante un par de documentos muy valiosos que deberían trascender de la simple literatura a la práctica pedagógica de los maestros. Ambos pedagogos dejan una sensacional provocación que sin lugar a duda es necesaria en el ejercicio de nuestra docencia si de verdad estamos comprometidos con la dignificación de la escuela como una forma de vida comunitaria que constituya una experiencia vital para los niños.
Tanto Dewey como Miguel Ángel hacen referencia a la pertinencia de la escuela. ¿Por qué es importante asistir a ella? ¿Qué sentido tiene la escuela en la vida del ser humano? ¿Cuál es su utilidad presente? ¿Nuestra acción docente aviva los aprendizajes o fortalece la enseñanza? ¿Despertamos en nuestros estudiantes el deseo de aprender? ¿Aún se conjuga el verbo aprender en el modo imperativo que impone el maestro o en el hermoso subjuntivo que incorpora el deseo del estudiante?
Invito a quienes creen que la educación es la piedra angular del desarrollo social y moral de una sociedad, a los piensan que la profesión docente no se puede desempeñar adecuadamente sin pasión, en fin, a todos los maestros de vocación, a que construyan su propio credo pedagógico. Asimismo, muy saludable y pertinente sería que cada escuela adoptara su propio credo, en el cual deberá recoger toda la apuesta teleológica que implica la gestión escolar.
Dewey publicó su credo hace más de ciento veinte años y Miguel Ángel en él se inspiró. Sus principios siguen vigentes. A pesar de todos los avances de la tecnología, a pesar de que el sistema escolar nos pide a gritos cambios revolucionarios para superar la tradicional escuela del siglo XIX, a pesar de que los planes de estudios son impertinentes para dar respuesta oportuna a las urgencias del presente, a pesar de que no sabemos qué deben aprender los niños hoy para enfrentar su vida futura, a pesar de todo esto, nunca esta de más intentar crear un conjunto de ideas y preceptos pedagógicos que faciliten la conquista de la felicidad humana y justifiquen la vigencia de la escuela. Y puesto que los verdaderos cambios provienen de adentro, de lo más íntimo, si cada maestro piensa en su propio credo pedagógico, quizá, pueda tener la más bella lección de pedagogía que jamás haya encontrado en tratado académico alguno.
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