Obvio que conozco a Luis Guillermo Giraldo desde muchos decenios atrás. Nunca lo oí hablar en público, pero su palabra debe ser fluida y gangosa, pronunciada con pereza paisa. Es alto como una jirafa, con sonrisa pegada a los carrillos y es garboso en su ademán. Sus músculos faciales son anchos y macizos y es suya una voz de caporal. Sé que siempre tiene libros en las manos, no como adorno, sino para leerlos. Si va en avión, no sabe quién está a su lado porque se embelesa en lo que lee. Si viaja en automóvil cuando se dirige a su refugio campestre, se amuralla en los periódicos del día que revisa con prolijidad de relojero y lleva también la última novela de Isabel Allende. Hay en su maletín de viaje poca ropa y sí muchos folletos. Obvio que su cultura es universal. Ejerce un profesorado de latines, es hondo en los conceptos, aunque ligeramente descuidado en el manejo de la prosa. Es cerebral, enseña y convence y se preocupa más por el contenido que por la forma.
En política fue alumno y después maestro. Obvio que le aprendió a Alberto Mendoza Hoyos el ademán melifluo, talante para los consentimientos, el balanceo del cuerpo en las dubitaciones, el gesto pulido y el malicioso desvío de los ojos. Le gustaban los nepentes y dejó novias en todas las aldeas, hoy amargadas por su ausencia prolongada. Lo motejan de “calentador” e ingrato. Se untó de manzanillaje al lado de Víctor Renán Barco. El aguadeño decía despectivamente que él encarnaba el “negraje” en la política de Caldas y Luis Guillermo, amanerado y bien vestido, era el prototipo del “blancaje” manizalita.
Mucho aprendió en el trajín por los pueblos. Como buen cristiano hacía presencia en las iglesias cantando en las misas gregorianas para demostrar que no era enemigo de los curas y en muchas parroquias comulgaba con piedad. Lo vieron encabezando procesiones, rosario en mano, para contagiar su catolicismo a sus endemoniadas mesnadas liberales.
Fue parlamentario, de los buenos. Serio y documentado, más discreto que parlachín, severo mentalmente, excelente como expositor. Su prosodia no era empalagosa, ni la diluía en fastidios menores. Siempre usó coturnos mentales para colocar en relieve su importancia personal.
Sin embargo, este novelado Luis Guillermo Giraldo no es mi hombre. No me importa su altura de espiga, ni su dejo cansado, ni su pícaro mirar. El mío es el soberbio intelectual.
De su cosecha he releído “De Relojes y de nostalgias”, “Contrapuntos. Del poder y de la fama” y “El antihéroe. Reflexiones sobre el antipolítico”. Tiene además -desperdigados- innumerables ensayos elaborados con olfato selectivo. Lo que escribe tiene un no sé qué de críptico, para crear crónicas que deben ser alboreadas, más reflexiones originales propias de un filósofo abstracto. Tiene encantadora marrulla para comprimir en el título la hondura de su recado y para despertar inquietudes investigadoras. No se deja arrastrar por el ripio de las palabras, ni lo atraen las golosinas poéticas. La suya es una prosa castigada, muy reflexiva, poco embadurnada de adjetivos. Es más un hortelano de ideas, un sembrador de preguntas.
Es un apasionado intérprete, a su manera, de la historia que tiene que ver con el Estado. Cómo se llega al gobierno de los pueblos, qué recorrido hacen los esclavos de la concupiscencia del mando, cómo se mezclan las químicas, muchas veces criminales, para manejar las circunstancias que demoran o aceleran el usufructo de las victorias. Para plasmar sus mensajes, Giraldo Hurtado es un catedrático. Su mente es una notaría que encuaderna anécdotas, con estanterías para colocar registros probatorios que le permiten concluir, con autoridad, sus propias reflexiones. No se le puede leer deportivamente sino con lentitud para rumiarlo, para pensarlo, para indagar el porqué de sus sabidurías. Como un curioso insatisfecho, busca causas, el cómo y el cuándo, cuál el origen de una dinastía, qué delitos sirvieron de pedestal a unos apellidos que detentaron el poder. Tiene una pituitaria prodigiosa para descubrir, en el fatigoso mare mágnum de los días, la razón de ser de los episodios que giran en torno del ser humano. Se olfatea como “Suetonio el de Los Doce Césares” lo puso a navegar en interrogantes cuyo origen averigua con mente clínica.
Todos los políticos son discípulos de Maquiavelo, personaje que sirve de mampara a muchos de los que Giraldo pincela con maestría. El gobierno utiliza artificios, esconde estadísticas que lo afectan, aplaca tensiones con promesas que finalmente incumple, con artificios inventa milagros que se falsean con el correr del tiempo. Para gobernar con éxito a veces hay que engañar, adornar lo negativo, calmar ansiedades con drogas genéricas. La mentira es una herramienta eficaz para los apaciguamientos. Toda esa farmacoterapia se aprende en los libros de Giraldo Hurtado.
¿Por qué este navegante de ansiedades no volvió a escribir?
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