Siete de la mañana. Hora convenida para estar allí, todos los sábados, al pie del Cerro Monserrate. Llegábamos presurosamente. Teníamos pulmón de recluta y garbo de comandante en guerra. Éramos cuatro mozos de humillos presumidos, con desdenes postizos, narcisos para el intercambio de los elogios mutuos. Willian Massy Mor, con sangre árabe, era un paramuno boyacense, pulido en el ademán, y era suyo un almacén de metáforas. Fue senador de la república. Laureano Gómez Ángel, con temperamento acerado, soñaba con reemplazar a su homónimo. Reversó su vocación política y, si vive, será un cardiólogo prestigioso. Jorge Mario Eastman, elitista, con ego encaramado y ambición napoleónica. Fue ministro varias veces, embajador de relumbrón y le faltó subir una sola grada para ser Presidente de Colombia. Este cronista cierra el tinglado. Tiene más defectos que virtudes, y su objetivo quimérico era convertirse en un Castelar.
Trepábamos. Los breñales enmalezados, con césped de cascajo, eran coronados con resollos fatigosos. Habíamos escogido una cueva de piedra compacta, poblada de lagartijas y murciélagos que huían al percibir nuestra presencia. Encima seguía extendiéndose la montaña hirsuta, y abajo nos servían de auditorio árboles coposos que eran despertados con la ráfaga de nuestras voces.
Emulábamos. Massy era gongorino, inventor de sorpresivas figuras poéticas y su sangre beduina se extrovertía en tropos indescifrables. Gómez tenía una dicción severa, ademán recogido, enemigo declarado del adjetivo. Eastman, pagano. Jinete sobre potro sin bridas, punzante en los ijares del idioma, prolijo y caudaloso en fantasías retóricas. Baquiano para los zarpazos felinos. Altanero, rabioso, petulante y mordaz. César Montoya Ocampo, a quien bien conozco, era un siamés del pereirano. Bohemio y disipado, faldero y noctámbulo, blindado en roca desafiante. Eastman y Montoya desde que se conocieron fueron mancornas, de día y de noche, en los secos veranos y en los inviernos lluviosos, en los ostracismos que aquel no tuvo y que éste, por sino adverso, supo padecer y superó.
Todos desaforados por los libros. De las itinerancias montunas nos trasladábamos a los ejercicios espirituales para leer y rumiar, para introvertir y dialogar. Eran aquellas logomaquias discurseras en las que cada uno pasaba al tablero para sustentar al menudeo controversias ideológicas y puntuales correcciones por equívocos verbales.
¿Oradores? Sí. Al mundo lo gobierna la palabra. No es fácil sujetar el idioma, amaestrarlo, embobinarlo, soltarlo, recogerlo, aceptar que peregrine y esperar pacientemente su retorno. Hablar y escribir es un martirio. Silvio Villegas que nació y se formó para debutar en el ágora, le declaraba a su amada oculta: “Me da terror hablar en público”. No siempre las musas iluminan. A veces son mezquinas, se esconden, niegan claridades, se burlan del aterido tribuno.
El orador se transmuta. Ortega y Gasset lo encasilló en términos concretos: temperatura, densidad y música. Para el dominio de los balcones es imprescindible clima pasional, magia, ardor interior, tono emotivo, el fuego centelleante del Espíritu Santo. Los hermafroditas ambiguos nada hacen en el ágora. El orador es radical, clava hitos, señala alturas, crea amaneceres. Siembra mensajes con su arborizada dialéctica.
¿Viven aún Massy Mor y Gómez Ángel? Eastman es un manoseador de papiros, se nos volvió filósofo contemplativo, hundido en sabidurías socráticas. Montoya Ocampo no hace condumios con pensadores cabalísticos, aunque entretiene sus molicies en relecturas sabrosas que le permiten soñar y alargar la vida.
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