Deambuló Diógenes buscando un hombre. Madrugó y vio bultos que afanosos se movían en todas las direcciones. Montó cátedra pero nadie lo oyó. Rastreó escondites y los encontró vacíos. Viajó al campo y los labriegos lo desconocieron. Solo pudo conversar con la naturaleza. Las euménides del río estuvieron atentas a su discurso elemental para explicar que solo un ser superior creaba las fuentes, reventaba cascadas, ahondaba abismos para colocar en ellos el rugido de los mares. Tomó en sus manos un jilguero y dialogó con él para que le explicara el porqué de la bella eufonía de sus trinos, cómo manejaba el remo de sus alas y si creía que después de las caucheras homicidas él seguiría viviendo en la eternidad.
Tonterías sí, pero Diógenes tenía que buscar evasiones para imprimirle claridad a su cerebro, tocar puertas para dar con hombres que, como él, estuvieran plenos de preguntas, ansiosos de luz, hallar solidaridades para descifrar los interrogantes que lo cuitaban. Preguntas, he dicho. Desde que se tiene uso de razón hasta las inconsciencias de los moribundos, el ser humano es una tenaz y prolongada interpelación, un adivinador de circunstancias, siempre con un por qué sobre las cosas. Las respuestas son parciales. Un sino misterioso quiere más, porque las angustias subsisten y quien interpela queda insatisfecho. ¿Quién se abastece plenamente a sí mismo? ¿Quién no es víctima de dudas y persiste en cavilaciones nunca resueltas por la débil condición humana?
Diógenes tuvo una idea genial. Organizó un mechón con yesca retorcida, lo prendió y salió a pleno día, entreverándose con la gente para buscar los rasgos de un hombre que llenara sus exigencias. Lo quería virtuoso y de ánimo eréctil, erudito en sabidurías y humilde, de carácter rocoso pero comprensivo, sin zonas oscuras. Nadie tenía el perfil que se había prefigurado. Reflexionó: “El que busca un amigo sin defectos se queda sin amigos”. Dedujo: La perfección no existe.
Todos somos un zurrón de miserias donde se agazapan un ángel que nos dispara hacia los cielos y un satanás que nos quiere llevar a un báratro sombrío.
Napoleón clamaba: “¡Gran Dios! ¡qué escasos son los hombres!”. Y Rudyard Kipling en 1910 publicó un poema que sobrevive como catálogo de lo que es un ser humano cabal. “Hay un hombre entre mil, dice la Biblia, /que para ti es amigo más que hermano;/ dediquemos sin tregua nuestro esfuerzo/ a la tenaz tarea de encontrarlo”.
Este primer cuarteto es el boceto del “milésimo hombre” que te brinda agua cuando tienes sed, que comparte contigo el pan cuando tienes hambre, que es tu lazarillo cuando te golpean las enfermedades, ese que “entre mil hombres” estará al pie tuyo, tomando el agrio líquido de las madrágoras y si la adversidad te desploma será tu cirineo en las desolaciones.
Lo verás contigo en los gólgotas y secará tus labios cuando clames en el azaroso mar de las angustias: “Dios, por qué me has abandonado”. Aquel que, entre lágrimas y responsos, te llevará al cementerio, y arrodillado ante la tumba lo tienen que despegar porque su corazón se resiste a dejarte en la oquedad misteriosa de una fosa.
Gilberto Alzate Avendaño en página antológica “Mis amigos: no hay amigos”, escribió: “Novecientos noventa y nueve amigos inseguros que obtuvieron favores y ventajas en días de esplendor, nos venderán por cualquier precio, pero para el Hombre Mil la amistad no es comercio de trueque ni objeto de sobornos”. Y agregó: “Séneca, en su tratado de los beneficios, solicita mucho esmero en la escogencia de los amigos y condena al menosprecio público al ingrato cuya frágil memoria borra el recuerdo del favor y el compromiso der pagar ciertas deudas morales”.
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