Mujer histórica y fatal. Enclavada en dinastías, casada con un hermano, finalmente reina soberana de Egipto. Julio César la conoció cuando le hacía persecución a Pompeyo. Fue su amante y de esta unión quedó como heredero Cesarión.
¿Cómo era Cleopatra? No tenía belleza impactante, ni tampoco era fea de esconder. Su rostro era de esos que en las multitudes se ven en serie. Ovalado, no atractivo, mentón ganchudo, nariz combada, convertida por los años en un gustoso montón de carne. Exactamente, mofletuda. Fue disoluta en bebidas fermentadas, con amaneceres bohemios, la copa en alto en honor de Dionisios, con sueños nerviosos y un despertar molesto por los olores malucos.
Sabía dialogar. Como era culta y políglota, y conocía los hilos invisibles del poder, y el uso mandón de los monosílabos, y era profesora para los mimos, y sabia para el manejo de las palabras que se resbalan en los labios, experta también en tocamientos disimulados, todo ese arsenal doblegó la testa del emperador.
Cuando cayó en manos de Julio César ya era experta en jineteos de sexo, saludable y esbelta como una palma de cera. Sus ojos profundos con una fúlgida mirada misteriosa. Sabía abrirlos anchando la órbita de las cejas para impactar con la potencia de sus reflejos de incendio. Era vital y pródiga. Tenía respuestas ariscas, malicias enjauladas para las conquistas, sacudimientos amorosos para hacer inolvidables las intimidades. César no pudo zafarse de ella, y esta vampiresa, para amarrarlo le inyectó más furias a los coitos, y de pie se dejó arrinconar en los secretos de las literas.
Compromisos bélicos sacaron a César de Egipto. Encontrándose el general Marco Antonio en la ciudad de Tarso, hizo llamar a Cleopatra para obtener explicaciones de su conducta como reina en la llamada Batalla de Filipos. Cumplió la cita. En su desplazamiento sobre el río Cidno utilizó una galera adornada de fantasías estrambóticas. Remeros uniformados con bonetes de pana roja, titiriteros saltando, y las doncellas que iban en el séquito, semidesnudas, danzaban al son de gaitas animosas. La reina descollaba con elegancia inédita, ataviada con vistosas telas orientales. Marco Antonio quedó impactado. Estalló la química. Hubo imán recíproco y fue otro el Campo de Marte. Esa noche se escondieron y al día siguiente aparecieron sonrientes, encaramelados, escandalizando la soldadesca con tocamientos indecentes.
A Marco Antonio lo dominó el himen de Cleopatra. Lo absorbió tanto que se fue desintegrando y del general de las guerras solo quedó un guiñapo en manos de una mujer despótica, antojadiza, apasionada y alcohólica. Allan Massie escribió una obra penetrante sobre la desastrosa pareja, ella imperativa y él embrutecido por el licor. Ambos se encerraban para la intimidad de sus parrandas, la aurora los encontraba gagueando, él doblado sobre el vientre de la reina y ella, sombría y melancólica, cubría a su amado con la cabellera que le caía en desorden. Nada quedaba de aquella emperatriz que se deslizaba sobre las aguas del río Nilo sobre bajeles ostentosos, nada de los conjuntos musicales con tamborileos de enanos cómicos, nada de oropel del poder. Marco Antonio en esas madrugadas desesperantes recibía a los comandantes de los batallones y les suplicaba que alzaran copas para que la embriaguez fuera colectiva. Ellos regresaban a sus cuarteles decepcionados de quien debía urgentemente preparar el ejército para enfrentar a Octaviano que, agresivo y voraz, le estaba pisando los talones.
Pero no. La vida acorraló a Marco Antonio. Fue víctima de los derrumbes etílicos que pulverizaron su personalidad. Sometido silenciosamente a los regaños de la reina, encadenado a su vagina, desapareció su capacidad de reacción. En esos acorralamientos explotaba en gritos y los lloros eran en cascada. Quiso abandonarla. Pero ella acostumbrada al teatro, montaba escenas dolorosas. Se le arrodillaba, le plañía, se transformaba en desprotegida cervata, y finalizaba la película con la rendición total de su juguete.
Octaviano lo acorraló. Sus comandantes desertaron. Desapareció la soldadesca egipcia que lo apoyaba y Cleopatra, traicionándolo, buscó la paz con su enemigo. Solo le quedaba la muerte. Premeditó el suicidio. Le rogó a Critias, su escudero, que le hundiera la espada en donde le palpitaba el corazón. Se negó. A Eros, otro ayudante, le dio la orden que en el pecho le clavara el yatagán. No quiso y prefirió usarlo contra sí mismo, dándose la muerte. Regresa a Critias y le implora que le ponga fin a sus días. Nuevamente su vasallo le da una respuesta negativa. Marco Antonio toma la decisión de hacerlo personalmente, saca la daga del cinturón y se la clava. Se desploma y muere. Enterada la reina de esta tragedia despierta la serpiente que tenía escondida. Ésta la muerde y le inocula el veneno que la traslada a la eternidad.
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