Podíamos ser nosotros los desterrados. Nosotros los que tuviéramos que dejar atrás la vida para venir a morir a otras tierras. Los que para sobrevivir nos viéramos obligados a empezar de cero, como si la vida vivida no valiera nada, no contara, no existiera. Podríamos ser nosotros los que nos fuéramos a vender empanadas en esa esquina fría, desconocida y peligrosa, después de haber estudiado para ser profesionales.
No somos nosotros, pero son ellos. Hermanos que no tienen la culpa. Personas como nosotros que aman su país como nosotros. Que recibieron a muchos colombianos que emigraron para allá en su época de gloria petrolera. Y ahora es el momento de extenderles nuestras manos solidarias. Ni ellos, ni nosotros tenemos la culpa. Es verdad que les quitan oportunidades laborales a los nuestros. Que ya no nos cabe más pobreza y más desplazamientos como para tener que recoger otros que no son los propios. Que colapsa el precario sistema de salud colombiano que ya no tiene capacidad para nuestros enfermos y mucho menos para otros. Que aquí no hay cama para tanta gente. Es cierto que es un gran problema. Pero es que nuestros vecinos son humanos, antes que un problema, son gente. Y el gobierno está en la obligación de crear políticas públicas para mitigar las consecuencias que afectan a nuestros ciudadanos.
También dicen que por acá llega lo peor de allá. No es cierto, pero es lógico. Yo me convertiría en lo peor de aquí y de allá si me tocara huir de mi tierra a rodar por un país extraño con una mano atrás y otra adelante para poder comer. Por eso el exilio es morir un poco. Porque además de morirse de hambre se muere de patria. De dolor y de nostalgia. Y de rabia también. Qué sentirán por Maduro y por Chávez. Fuera de pena ajena que es lo de menos, cómo será el odio contra éste régimen dictatorial que acabó con su país, su familia, su vida, su pasado y futuro, qué podrán sentir por estos nefastos personajes que desencadenaron una sangrienta guerra civil en un país rico que florecía pujante sobre petróleo.
No podemos ser indiferentes a esta tragedia que toca las puertas de nuestra casa. Las fronteras no son más que una línea chueca en el mapa. Nosotros, la gente con alma y corazón, somos los mismos. Y todos estamos en manos de compañías transnacionales que sobornan y compran nuestros gobiernos. Al parecer ya todo está vendido y nos queda solo la dignidad que ya perdimos. Las compañías dueñas del mundo, los bancos, las petroleras, las Odebrecht, comercian con los países como si fueran enlatados de sardinas. Nos venden, nos compran, nos devoran y nos botan. El comercio es transnacional también y tiene dueños. El mundo es una gran empresa transnacional de unos pocos. Para esos sí no hay fronteras. Pero la mano de obra, la fuerza laboral, esa sí no es internacional, sino por el contrario, tiene que ser local, pues de otra manera tiene hasta cárcel. Eso es lo que no es lógico. Si todos venden donde quieren y lo que quieren, si todos compran, pues que todos produzcan donde quieran. Esclavos y víctimas somos, de nuestro propio invento.
Como las prostitutas. Gremio que se ha visto gravemente afectado con la llegada de competencia venezolana bastante desigual. A todas partes han llegado, y muchas de ellas a ejercer fuera de casa por primera vez. En su país eran mujeres cabeza de familia, casadas, profesionales o secretarias o rebuscadoras, miles de mujeres, sin esperanzas, recorren ahora las calles de nuestras ciudades. Y las otras están furiosas, porque además de calle ahora les toca gimnasio. ¿Habrá derecho? ¡Llegan esas venezolanas aquí con esos culos a cobrar menos!
Podríamos ser nosotras…
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