Lo mejor de la Navidad es quitarla. Fuera bolas. Suficiente un mes de apeñusque. Lindos el árbol y el pesebre, pero más lindo recuperar ese espacio. Las lucecitas me provoca dejarlas, permitirles bailar para siempre con su brillo de luciérnaga en las ventanas. Pero como cada año me propongo dejar tanta lobería, ya las quité, como el árbol y los moños y las guirnaldas con flores rojas. Ahora el apeñusque es un desorden regado por toda la casa en cajas que no tengo dónde meter. Ya a estas alturas del año he roto casi todos mis propósitos. Sin quererlo, ya me tocó mandar al carajo las buenas intenciones. Ya no dejé de fumar ni me volví vegetariana ni hice ejercicio todos los días. Agüeros y rituales no sirvieron. Pero al menos se acabaron los tumultos y la pólvora. Bienvenida la normalidad. Atrás quedó diciembre con el tenebroso saludo de año nuevo de Miguel Bosé. Es que diciembre no es fácil. Estalla sobre nosotros con su alegría melancólica y nos envuelve en llamas de nostalgia. Siempre me deja extenuada.
Todo pasa en diciembre. Y lo peor de diciembre es la planeadera. Aunque hay gente que le gusta eso, a mí no. No me gusta planear, no me gusta que me esperen, no hago postres para llevar a las fiestas, y cordón de cerdo menos. Todo eso lo hacen mis hermanas. Ellas, que desde septiembre planearon que mi mamá se viniera una semana a visitarme a Villeta para después llevarla a la finca de mi hermana en Tabio, Cundinamarca, a 2.800 metros. 2.000 más que aquí. Me la prestaron con la intención de que se oxigenara para soportar la altura de allá, donde pasaríamos el 24. Fue un milagro que entrara a esta casa que estaba intervenida por una obra del acueducto que volvió toda la calle un hueco de greda por donde no podían pasar carros ni personas. La mamá estaba planeada para llegar el 16, ese era el plan y había que cumplirlo, porque los tiquetes de ellas estaban comprados y punto. Pero no contábamos con el acueducto. Fue un milagro que taparan el hueco el 15 de diciembre. Al otro día llegó llena de regalos, cajas, oxígeno, bolsas, maletas y mercado y al otro día de llegar se levantó feliz y me la encontré en la cocina con un Fuet, o chorizo español, y unos quesos madurados con pimienta. No te vayas a desayunar con eso, le dije, y le hice un jugo de sábila con papaya, pues mis hermanas me habían contado que el gastroenterólogo le había encontrado toda clase de complicaciones gástricas. Ella dice que se le olvidó. A mis hermanas también se les olvidó decirme que le habían mandado dieta blanda y aquí llegó con tres paquetes de chicharrones y tres chorizos españoles. Así me la mandaron. A mi madrecita que tiene 85 años y que ahora y siempre ha hecho lo que le da la gana. Pues me descuidé y se tragó el chorizo. A la hora de almuerzo por no hacerme la desatención comió sin ganas pero acabó con todo. Por la tarde se comió medio tarro de helado de chocolate y por la noche salimos para el hospital. Intoxicada. Dos días allá. Y como no se puede dejar solo ni un minuto al adulto mayor, mis hermanas tenían que venir a Villeta a ayudarme porque yo, después de dos noches sin dormir, sentía la cabeza como planeando, que es lo peor. Ellas habían llegado de Manizales a Bogotá, de acuerdo a lo planeado, pero como tampoco contábamos con el hospital, les tocó desplanear todo y venirse en bus. Duraron como cuatro horas, toda una odisea un 20 de diciembre. Pasaron aquí dos noches y se devolvieron a Bogotá, luego se fueron a la finca, después nosotros llevamos allá a mi mamá el 24, ahora estoy aquí y ellas allá, y más o menos vamos cumpliendo itinerario.
Mañana voy a visitarlas y la semana entrante ellas vienen dos días y siguen por fin para Manizales. Y como se han vuelto delicadas del estómago, y así y todo no han hecho sino comer, las voy a poner a dieta blanda esos dos días, y ya compré las gelatinas sin sabor.
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