Ellos no tienen la culpa. Los costeños no son responsables de vivir así, despacito, sabrosito, sin afanes. Hay que entender su fama bien ganada. En Manizales se vive a más de 2.100 metros de altura sobre el nivel del mar, y vivir a 2.100 metros menos, lo cambia todo. Vivir a su nivel, oler el mar, sentirlo y presentirlo, verlo, hablarle, oírlo, eso no tiene comparación sobre la tierra. Ni las montañas o ríos, los páramos, los valles, ni siquiera los guaduales se comparan con la belleza infinita del océano.
Los costeños, hablan duro, oyen música a alto volumen y sueltan carcajadas sonoras, porque necesitan vivir por encima del fuerte murmullo de su mar. Ese mar que canta al oído y acaricia la piel, que viene con brisa, sol, con pescado fresco, con guacharacas y tambores, colores y sal, palmeras y risas, atardeceres y amores. La vida no es igual junto al mar, nadie es igual frente al mar, nada pasa igual en el mar. Cuando uno va en carro bajando metros y se aproxima a los cero m.s.n.m. algo cambia solo con saberlo cerca. Se respira mejor, se siente mejor, se piensa mejor, se ama mejor. Su proximidad sublima la vida. Nos vamos quitando ropa, zapatos, medias, soltando el pelo para despeinarlo al viento, y empezamos a oler, ver, tocar y saborear de otra manera la existencia. Cuando ya es inminente su cercanía nos sentimos más libres y mejores personas y finalmente cuando llegamos y su inmensidad se posa ante nuestros ojos, sucumbimos con placer ante tanta hermosura. Y esas ganas de volar, quién frente a él no ha querido tener alas y volar sobre sus aguas y tal vez nunca volver.
Yo vivo a 800 m.s.n.m. en Villeta, y cada metro que he bajado lo he subido en felicidad. Y en pereza. Esa pereza deliciosa que no deja hacer nada, que sueña con encontrar un palo de mango para sentarse debajo a comerse uno de sus frutos verdes con sal. Esa perecita que tiene como mayor aspiración aspirar la piscina para meterse a nadar al medio día. Una cálida y tierna que llama al sueño después de almuerzo. Que provoca burbujas y cócteles. Esa que al atardecer suena a chicharras y al canto de los pájaros. Si a 800 metros no provoca trabajar pues mucho menos a cero metros. Porque el calor relaja, y por eso el relajo. Vivir ligero de ropa, sin tanto atuendo maluco de tierra fría, sacos chaquetas gorros medias de lana, qué pereza todo eso, pereza de la mala. En tierra caliente nos vemos la piel unos a otros, y los pies, esas cosas tan humanas y tan sexis. Aquí los poros son libres, de sudar, de sentir. Aquí la belleza es la que es, no la del cuero del abrigo. Expuestos al sol y a la vida pasan los días y la gente va por la calle mostrando el bronceado, el ombligo, los dedos, los tatuajes, con el corazón al viento.
En estos días que viene el viento a visitarnos con fuerza, al caminar cierro los ojos y me imagino que al final de la calle está el mar que sopla su brisa para seducirme, inmediatamente, me siento otra. Todo cambia en mis instintos. Por eso los costeños son distintos. Eso de tener al mar por hermano cambia la perspectiva de la vida. Crecer con él, despertarse, dormir con él. Saber que haga lo que haga, pase lo que pase, siempre, al amanecer, indefectiblemente, el mar estará ahí.
Y por eso también, los costeños son nobles. Celebro que el concejal de Manizales nacido en Ciénaga (Magdalena), Rafael Torregroza, haya aceptado las disculpas del concejal manizaleño Carlos Mario Marín, porque este dijo en plenaria que no aceptaba a costeños como interlocutores. Esperemos que Rafael retire la demanda que puso contra Carlos en la Fiscalía, por xenofobia y hostigamiento en origen nacional, étnico y cultural. ¡Qué haríamos nosotros sin Rafael y sin Carlos! Escalona y Vives nos alegran la vida a todos. O sin Gabo. Si no existieran los costeños no existirían el vallenato ni el realismo mágico. Y nosotros lo sabemos, no hay por qué acalorarse tanto porque les decimos costeños.
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