Hoy en este enero 19 de 2019 hace dos años que nos dejó Pablo Mejía. Dos años ya que me dejó encartada con este puesto tan principal en esta página sabatina donde él estuvo veinte años. Cuando empecé a escribir en este diario, hace diez, Pablo fue mi corrector de estilo. Quién más podía ayudarme sino mi cuñado escritor, generoso profesor de la vida, que me regaló su tiempo y experiencia. ¡Y con lo que odiaba Pablo el celular! Nos tocó así porque yo vivía en Bogotá y él en su Manizales, y le mandaba por email el artículo y él después me llamaba y me daba una sencilla explicación de cada error y el por qué de cada corrección. Para mí era como un hermano mayor, y el único del que no me importaba recibir un regaño. Fue novio de mi hermana Anita toda la vida. Desde que tengo memoria Pablo estuvo en mi casa, marcando tarjeta. Y siempre nos llevamos bien. En el año 94 cuando me regaló su libro “Yo que le iba a decir” me escribió como dedicatoria: “Para mi cuñadita la “corrida” de la familia, de este cuñado que tanto la quiere”. A él le gustaba mi rebeldía, un poco distinta a mis hermanas que han sido tan juiciosas. Una vez en Bogotá íbamos para alguna parte a donde yo los estaba guiando, en dos carros, Pablo detrás con Anita y Poncho, y yo adelante voltié pa un lado voltié pal otro, perdida, sin poner direccionales, me atravesaba, un desastre manejando y ellos siguiéndome, hasta que no aguantó más y sacó la cabeza por la ventana para gritarme con ganas: ¡Qué desilusión Carolina, a usted lo único que le falta para volverse una señora es un marido!
De todo opinaba y no se podía quedar callado, a pesar de ser un escéptico y un pragmático. Alguna vez escribió: “A diario me pregunto si soy raro, no tengo sentimientos o se me apagó el piloto, porque cada vez me importan menos las cosas que suceden a mi alrededor; excepto familiares y amigos, el resto me trae sin cuidado. Claro que prefiero mantenerme informado para poder meter la cucharada, pero de ahí a preocuparme o perder el apetito por un hecho específico, no hay cinco de riesgos”. Lo que él prefería, era gozarse la vida, gocetas consumado, lo que más le gustaba era pasear en carro: “Cuando voy para Chinchiná y quien maneja el carro me pregunta si prefiero la doble calzada o la carretera vieja, escojo la segunda. Claro que la primera es más cómoda y permite mayor velocidad, pero me gusta más la carretera vieja porque vamos más despacio y así puede disfrutarse mejor el paisaje”. El que le manejaba, casi siempre, era Poncho, su único hijo, mi sobrino. Ellos dos se adoraron por encima de la vida y de la muerte. Al año de que Pablo nos dejó, Poncho se fue también. Y lo que han paseado esos dos no está escrito, se lo llevaron ellos a su infinito viaje sin tiempo. Cuando Poncho planeó dar media vuelta por el mundo en el 2014, juntos trazaron el tramo y la ruta de cada día, y cuando Poncho arrancó con su morral a cuestas, Pablo le dijo: no me despido hermano, porque voy con usted, no lo olvide.
Y así fue. Y ahora van juntos también. Y van con mi papá. Un año antes que Pablo, se fue mi padre ¡Y esos tres personajes se querían! Cómo es de extraño el destino, es un poema sin rima. La dedicatoria de su libro “Ténganse fino” que le regaló a mi papá en 1999, dice: “Estimado Dr. Martínez, reciba este librito como muestra del respeto, el cariño y el aprecio que siento hacia usted. Ojalá que el futuro nos depare la fortuna de estar más unidos”. Y sí. Aunque mi papá no volvió a vivir a Manizales sino seis meses antes de morir, sí volvieron a estar muy unidos. Están juntos en el mismo osario en los Jardines de la Esperanza. Y a Poncho y a él les toca seguir la otra vuelta al mundo con mi papá, porque a Pablo se le cumplió el deseo.
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