Hay un nuevo puesto de buñuelos en el espacio público del sector de El Cable, otro que se suma a los que ya llevan mucho tiempo funcionando en el espacio que es de todos.
Así que se me ocurrió que era el momento para plagiar uno de los títulos que este año utilizó Daniel Coronell, columnista de Semana. “El señor de los buñuelos”: para mí, el mejor título del año en el periodismo de opinión. Sobre el tema de esa columna he ido olvidando los detalles, tenía que ver con el supuesto fraude procesal que cada año parece profundizarse dentro del caso del millonario Carlos Mattos. En pocas palabras, se descubrió este año que los pactos con los funcionarios judiciales se estarían haciendo en una tienda de buñuelos, cerca a los juzgados en Bogotá. El nombre de la columna se me quedó fijo, por la simpleza, por el sarcasmo, por la capacidad descriptiva, por ese equilibrio entre estética e información.
El señor de los buñuelos, el amigo de los buñuelos, la ciudad de los buñuelos, el gobierno de los bueñuelos, la política de los buñuelos… Todos así podrían nombrar esta columna: con un sustantivo que va siendo poseído por otro. Con un sustantivo, la ciudad, el gobierno, que va quedando bajo el imperio del otro, los buñuelos.
Va quedando claro, al final, que este gobierno municipal se imagina el espacio público como una gran venta de frituras y mercaditos. Y puede no estar del todo mal, el problema es que no lo haga por política pública o por decisión oficial, sino que sea por improvisación y por gusto.
Primero, si los puestos de buñuelos y de café en El Cable fueran una política pública podríamos estar hablando de lo político en serio. Si fuera un tema del Plan de Desarrollo o del Plan Maestro de Espacio Público --que no existe--, enfrentaríamos argumentos, demostraríamos si el enfoque de consumo comercial es el adecuado para ese lugar, si va de acuerdo con el desarrollo sostenible, con el ambiente, con los peatones, si es competitivo o no.
Deberíamos mejor estar citando autores como Hénaff, para quien el espacio público no está definido solo por cuánto acceso tiene, si todos podemos entrar, comprar, usar, ver o transitar, sino que también lo define la posiblidad de construir esfera pública, interrelación local, incluso global cuando se logra conectar ese lugar con el espacio virtual de la red. Discutido así, los buñuelos podrían ser una apuesta, pero siempre que permita construir lo común y no lo individual.
Pero como no es política pública bien planeada, estamos hablando sobre el señor de los buñuelos que supuestamente es amigo del Alcalde, si quieren o no quieren al Alcalde, si el Secretario lo hizo con permiso del Alcalde, si eso da votos o no. Así como estamos, nos toca hablar de transparencia y no de ciudad.
Segundo, los buñuelos y el café parece ser un tema de gustos del Alcalde. Muchas cosas públicas que se andan definiendo por el gusto de los funcionarios. El Alcalde ha dicho que prefiere un parque con buñuelos y no con marihuaneros. Y eso es bien cuestionable, además de ser una postura contraria al liberalismo que este gobierno dice defender. No tanto por el consumo en público de marihuana, que está prohibido y debe ser controlado por la Policía que está a menos de 100 metros, como ya le recordaron, sino porque el gobierno parece partir de estigmas y prejuicios que como administrador no se le pueden aceptar. Un espacio que reúne y aglutina gente, así sea por ocio, así sea en la noche, no necesariamente debe ser equiparado con el consumo de drogas, mucho menos cuando está en uno de los centros de la ciudad. Por otra parte, la compraventa callejera de alimentos no necesariamente previene el consumo de drogas. Ni siquiera el consumo de buñuelos son benéficos para los ciudadanos y ciudadanas.
Jane Jacobs ya nos había advertido que las plazas y los parques no siempre tienen el uso que ellos proponen, sino que “se ven afectados y condicionados directa y drásticamente por cómo actúan sobre ellos las vecindades”. En otras palabras, los parques terminan siendo el tipo de ciudad que los circunda.
A este paso, con la mala planeación, con el gobierno de los gustos, con la improvisación, con el prejuicio oficial, vamos a terminar en una ciudad sin el derecho a la quietud, solo con el derecho a comprar para llevar.
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