Hace unos años conocí a una maravillosa mujer, fue una de mis primeras maestras; ella fue la primera persona que me planteó el dilema en el que quedamos atrapados tantas veces, al tratar de vivir en un mundo lleno de exigencias y de inmediatez, que nos aleja de nuestro viaje interior y nos llena la vida de situaciones que requieren nuestra acción y es en estos momentos cuando debemos reflexionar sobre la diferencia entre lo urgente, lo importante y lo trascendente.
Es un misterio nuestra encarnación en este planeta, como seres humanos que nacemos de la unión de un padre y una madre, a veces con plena consciencia y otras veces como resultado de una relación casual o, peor aún, de la violencia, pero cualquiera que sea la historia particular de nuestra concepción, aquí estamos.
De alguna manera nos define el cuerpo, pero creo que la tarea es entender que nuestra esencia va mucho más allá de la masa corporal con la que nos identificamos; como católicos siempre hemos oído hablar de un purgatorio, un infierno y un anhelado cielo, por el temor al segundo hacemos o dejamos de hacer muchas cosas; es el que nos dicta los límites de nuestras actuaciones, aunque no siempre logremos superar la tentación y caigamos. Somos seres en experimentación y hace un tiempo entendí que de los errores también se aprende, así que más que darnos látigo hay que aprender a capitalizarlos y entender el profundo valor de nuestras equivocaciones. A veces el despertar llega después de una situación traumática generada por nosotros mismos, otras veces cumplimos una cita a ciegas con nuestro destino, que se manifiesta en forma de accidente, enfermedad, pérdida, muerte de un ser querido o cualquier otra forma en la que se encubra el maestro dolor; el gran despertador, como lo describe el oráculo vikingo.
Pero a pesar de que la vida nos da tantos avisos, se nos sigue olvidando que somos seres espirituales viviendo una experiencia humana y no lo contrario, seguimos atrapados en la urgencia de nuestras vidas; distraídos por el hambre del cuerpo y sus infinitos deseos, por el anhelo de la mente, con su insaciable búsqueda de conocimiento, con la avidez de nuestro ego y su desmesurada ambición por tener cosas, títulos, poder. Atrapados por un mal entendido sentimiento que nos lleva a creer que el amor nos lo da otro ser, cuando la realidad es que nadie nos puede dar lo que no nos damos a nosotros mismos, entonces nos relacionamos desde la carencia, desde ese modelo enfermo que promocionan las canciones y las telenovelas de “no puedo vivir sin ti”: qué mentira más grande. Para que una relación sea sana se tiene que poder vivir con y sin el otro, porque el otro no nos define y si ya caímos en el error, pues a buscar la manera de solucionarlo. Eso es lo importante, porque a la vida vinimos a aprender y de aquí el único capital que nos llevaremos será ese.
Y por fin llegamos a lo trascendente, ya lo avisaba el título de este artículo. Si somos seres inmortales, si lo que define si estamos vivos o no es la presencia del alma, entonces ¿cuál debería ser la principal búsqueda? “Cuando comprendemos que nuestra estadía temporal en este planeta no es más de unos cincuenta, sesenta o cien años y que hay vida en el más allá, una realidad superior, los problemas dejan de afectarnos tanto”, eso dice Sant Rajinder Singh en su libro El Poder Sanador de la Meditación. Si por fin llegamos a esta sabia conclusión, lo urgente y lo importante se ponen en perspectiva y estaremos más cerca de entender qué es lo trascendente. Yo apenas estoy encontrando el camino que me lleve hacia este objetivo; a descubrir esa luz amorosa que habita dentro de mí y que sin duda me espera en el más allá, pero el encuentro puede ser antes, como lo describen los místicos y los iluminados: La conciencia espiritual es el logro supremo que podemos alcanzar en esta vida.
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