Otrora, las contralorías marchaban como rueda suelta, pues solo eran pasibles, y aún lo son, del control disciplinario por parte de la Procuraduría General de la Nación por las faltas en que incurran sus servidores, y al igual que al resto de los empleados del Estado, les aplica el Estatuto Disciplinario Único, hoy Ley 734 de 2002, la que tendrá vigencia hasta el 30 de junio de este año. También han sido susceptibles de un “control político” por parte de las corporaciones públicas encargadas de elegir a los contralores, pero de muy escaso uso o efectividad.
Ante la situación de desprestigio por la que también atravesaban las contralorías, el Constituyente de 1991 vio la necesidad de su reestructuración, y a la vez, se ingenió un órgano que ‘vigilara’ la función de control fiscal a cargo de aquellas; ese órgano es la Auditoría General de la República, cuyo auditor es elegido para un período de 4 años (antes era de dos años) por el Consejo de Estado de terna que le remite la Corte Suprema de Justicia.
En contraste, las contralorías están dotadas de un poder de investigación para hallar responsabilidad en quienes manejan recursos o bienes públicos (servidores públicos o particulares) que, de hallarlos responsables por detrimento a los intereses estatales, dictan fallos de responsabilidad fiscal, los que tienen la naturaleza de actos administrativos, los cuales solo eran susceptibles de ser demandados ante la jurisdicción de lo contencioso administrativo por las personas particularmente afectadas con ese tipo de decisiones, buscando su anulación y un eventual restablecimiento del derecho.
Tradicionalmente la justicia administrativa -a cargo del Consejo de Estado, los tribunales y los juzgados administrativos-, ha funcionado a instancia de parte y no de oficio, como sí sucede en materia penal o disciplinaria, y su característica es la de ser “rogada”, hoy morigerada por virtud del principio de prevalencia del derecho sustancial sobre las formalidades contemplado en el artículo 228 de la Constitución.
La oficiosidad se viene presentando en dicha jurisdicción contenciosa administrativa en un único caso, y es el relacionado con el “control inmediato de legalidad” sobre los actos administrativos derivados de la declaratoria de los estados de excepción, cuando los mismos no son enviados oportunamente al juez contencioso administrativo competente por la autoridad administrativa que los haya expedido (art. 136 Ley 1437 de 2011). A mi modo de ver lógica esta previsión por los derechos que pueden verse comprometidos con tales decisiones.
Pero una cuestión bastante novedosa y curiosa se presenta ahora con la expedición de la Ley 2080 de 2021, pues se aparta del carácter ‘rogado’ de la jurisdicción contenciosa administrativa que viene desde 1798 en Francia, y la que podría abrir el camino para el conocimiento ‘automático’ de otros casos, y así mismo para su posible implementación en otros escenarios judiciales.
En efecto, el artículo 23 de la Ley 2080, que adicionó con el artículo 136A su homóloga 1437 de 2011, creó el mecanismo del “Control automático de legalidad de fallos con responsabilidad fiscal” proferidos tanto por las contralorías (General de la República y territoriales) como por la Auditoría General, el cual, además, será “integral”, es decir, el órgano judicial contencioso administrativo determinaría, en su revisión, si tales providencias se ajustaron o no a los presupuestos sustanciales y formales correspondientes, siguiendo el procedimiento especial que estableció el artículo 45 de la misma ley 2080, que adicionó el Código en mención con el nuevo precepto 185A.
La jurisprudencia tendrá que ir diseñando en qué consistirá concretamente ese novel control automático de legalidad; indicará los ‘otros aspectos” que debe incluir la sentencia; deberá precisar situaciones de procedimiento judicial además de los indicados en ese artículo 185A; cuáles serían también “las demás decisiones que en derecho correspondan” una vez declare oficiosamente el juez la nulidad del fallo con responsabilidad fiscal, etc.
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