Uno de los aspectos quizá más divulgados entre la diversidad de tendencias que abogan por una manera más lenta de vivir en lo cotidiano, es el de la comida, y esto gracias al movimiento (en sus inicios) y a la organización Slow food, que mucho más allá de hacer contrapeso a la invasión de la “comida rápida” invita a la reflexión sobre lo que implica la uniformización de lo que comemos, el deterioro de los momentos asignados a la comida -que dejan de ser espacios de descanso e interacción-, la pérdida de maneras de preparar tradicionales y con ellas la pérdida de ingredientes y especies vegetales, entre tantas otras cosas. No gratuitamente el fundador de Slow food, Carlo Petrini, decía que “Comer es un acto político”, y debe serlo, porque lo que ponemos en el plato es fruto de los ingresos, en primer lugar, pero también de los alimentos, su origen y la manera en que se produce, y por esa misma vía, y seguro sin saberlo, al decidir lo que se come se decide a quién se apoya. Las papas fritas de los restaurantes de cadena, por ejemplo, son en su mayoría importadas de Bélgica, Polonia y Rumania. No vienen de Boyacá ni de Nariño.
La colonización de la “comida lenta” ayudó al impulso de una nueva ola en el turismo mundial, pues muchos de quienes prefieren una comida preparada en el momento, con la receta tradicional y los ingredientes locales, también quieren espacios para caminar, interacción con las formas tradicionales de la cultura y entornos amigables, para disfrutar en su integralidad del paisaje, que no es solo el entorno natural, sino además lo que los seres humanos hacemos en él. De ahí viene la concepción de las “Ciudades lentas”, como entornos urbanos en los que la eficiencia de los procesos y la accesibilidad de los servicios no tienen prioridad sobre la calidad de vida, sino que al contrario, se está dispuesto a sacrificar eficiencias y comodidades, a condición que el bienestar que produce tener una vida tranquila, no se ponga en riesgo.
Manizales, por su topografía, por sus tradiciones, por su clima, por su crecimiento demográfico cercano a cero, entre otros factores, tiene quizá la totalidad de los atributos para ser considerada una ciudad lenta, y desde hace años tiene bien ganada la reputación de ciudad amable y de alta calidad de vida. Por eso no debería generar sorpresa ni resistencia que se establezca el límite de 30 kilómetros por hora en las avenidas. Pero se generan.
Habitar una ciudad lenta es sin duda un beneficio para la salud individual y pública, y será sin duda lo deseable para las próximas generaciones. El punto está en que construir y vivir el concepto requiere mucho más diálogo ciudadano, y no necesariamente reductores anclados en el asfalto.
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