Se dio uno de los tres resultados posibles en el fútbol, perder, con lo cual la Selección Colombia prácticamente no clasificará al Campeonato Mundial de Catar. Para lograrlo, depende no solo de sus propias victorias, sino de las derrotas de otros rivales, que también harán lo posible por ganar.
Cuando la consecución de algo ya no está solo en las propias manos (pies, en este caso), sino sujeto a factores externos, que van desde un cálculo matemático teórico hasta la desgracia ajena. Cuando se pasa de la ovación a la oración. Cuando se consulta a los astros y escudriña los cielos en busca de una conjunción planetaria, se aferra a una esperanza imposible, igual a la de los familiares alrededor del enfermo terminal. En este punto, lo más sensato, para aficionados o deudos, es aceptar la realidad, por cruda que sea, para medio paliar el dolor.
En una sociedad menos emocional –más racional- un resultado deportivo adverso causa frustración, no ira. Los medios de comunicación analizan lo sucedido en la cancha, pero no se especula si el color del cabello de uno, la media caída del otro o el embarazo de la esposa de uno más, incidieron en el resultado. Nadie se proclama dueño del entrenador, ni lo crucifica porque no hizo lo que desde el micrófono o las páginas se le dictó. Tampoco hacen ordalías con los futbolistas; se les considera responsables, no culpables. Se exhala un “qué se va a hacer” colectivo y en cuestión de horas se restañan las heridas. La vida sigue su curso y todos se concentran en lo verdaderamente importante.
En Colombia no es posible. Desde cuando se anuncian los nombres de los convocados, a través de los micrófonos se desata un alud de comentarios de todo calibre, en programas interminables, cuya finalidad es descalificar al entrenador, porque no llamó a quienes ellos decían que se debía llamar. Lo que se dijo a las 7 de la mañana, se repite a las 8:05, las 10:10 y las 12:00, con horario extendido hasta la medianoche. Es difícil sustraerse a la omnipresencia radial deportiva, pues resuena en el transporte público, en oficinas, cafeterías y restaurantes. Sin contar a innumerables francotiradores que disparan excrementos a través de las redes sociales.
A medida que se acerca un partido cualquiera, el ambiente se caldea más y más. Salen a relucir camisetas amarillas y la Selección Colombia se vuelve tema obligado de conversación. Hinchas y aficionados; meros simpatizantes y aun los simples curiosos, todos, pierden la ecuanimidad.
Al comenzar el juego se ha creado un círculo vicioso de apoyo condicional, pues innumerables personas, millones, comienzan a vaticinar derrotas y vergüenzas. Otras tantas, arrean a los futbolistas a través de los televisores, como si fueran bestias de carga. Sobre el país se tiende un manto de malas energías que, créase o no, afectan el ánimo de los seleccionados. Algo así se vivió en Barranquilla durante el partido contra Perú. Más que vencer a otra selección, deben enfrentar a un enemigo interno llamado afición.
Una derrota deportiva en este país es una tragedia, asesinatos incluidos. Los más ‘pacíficos’ se deslenguan con una virulencia, que no dedican ni a la cáfila de gobernantes y políticos cuyos procederes sí son trágicos para la nación.
¿Si llegara a ocurrir que lo imposible fuera posible y la selección clasifica al Mundial 2022, eso haría de Colombia un mejor país? No, sin duda, porque no solucionará ninguno de los problemas que la aquejan. Por tanto, si sucede lo previsible, quedar eliminada, tampoco lo hará peor. Será un simple resultado futbolístico.
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