Aquel noviembre de 1979 caía agua a cántaros, como cada noviembre. El primer indicio de que algo extraordinario ocurriría, lo tuvo la mamá de El Lloviznado, a cuya casa situada en la carretera vieja a Chinchiná, entraban culebras como nunca había sucedido. Interesado en saber la causa, el viernes 23 por la mañana preguntó a un compañero de la Universidad de Caldas y éste con más guasa que conocimiento, vaticinó: “Va a temblar”.
Cuán certera fue la respuesta, se confirmó a las 6:42 p.m., cuando se desató el caos: durante 47 segundos se sacudió el suelo con una violencia no conocida en esta tierra de temblores. En lugar de las habituales ondulaciones, se veía casi saltar el pavimento. Las agujas de la iglesia de Chipre parecían entrecruzarse y las líneas de energía chocaban provocando chispazos, hasta que se fue la energía. En la oscuridad, los sonidos adquirieron acentos fantasmales: en lugar de gritos de terror, un gemido colectivo se propagaba por el aire. Luego fue el silencio.
Pasados los primeros instantes de estupor, la urgencia era saber de los seres queridos. Hubo tantas llamadas simultáneas por teléfono, que en minutos colapsó el servicio. No había celulares, ni redes sociales, nada. La tecnología de hoy era la ciencia-ficción de hace 40 años y podía verse en la recién estrenada ‘Guerra de las galaxias’. Únicamente los pocos radioaficionados que había pudieron comunicarse, cuando retornó la electricidad.
El ciudadano común debió recurrir al radio transistor de pilas, para escuchar noticias fragmentadas, a medida que los reporteros llegaban con ellas. Pero en Caracol tenían la historia completa de una ciudad en llamas, destrucción y mortandad, que pronto dio la vuelta al mundo: unas dos horas después del terremoto, el radioaficionado Germán Betancur Arango recibió una pregunta angustiada desde Nueva York: “¿Es cierto que todos los edificios de Villa Pilar se desplomaron?”, lo cual fue desmentido.
Con la aurora del sábado 24 empezó a comprobarse la real situación: se derrumbó el recién construido coliseo del Colegio Santa Inés y perecieron dos religiosas. Al frente se deslizaron varias casas, una de ellas habitada por el entonces gerente de Bata, cuya esposa esperaba a su segundo hijo; el mayor tendría dos años. La señora contaba después cómo al abrir la puerta para salir a la calle, ya la casa se había separado de la acera y todos rodaron en medio de los escombros. Milagrosamente, ninguno sufrió lesiones.
La vivienda que había donde hoy está La Suiza de El Cable, tuvo un hundimiento parcial y durante meses quedó a la vista una cama aplastada por la pared. El edificio del Banco Ganadero (carrera 21, calle 20) se fracturó porque hacía unos meses había sido recubierta la fachada con mármol negro de enorme peso. El de la Facultad de Derecho de la Universidad de Caldas se partió por la mitad, poniendo fin a la legendaria República Independiente de Derecho, que durante dos decenios mandó la parada huelguística estudiantil. La Gobernación, el Palacio Nacional y otros sufrieron daños.
Murieron seis personas, una de las cuales de infarto causado por el susto. En toda el área afectada perecieron 42 y hubo 500 heridos.
En lo que a Caldas respecta, en Villamaría, Neira y Marmato hubo numerosas edificaciones averiadas. En el corregimiento de Arma un deslizamiento se llevó ocho manzanas cerca de la plaza.
El terremoto fue la comidilla durante las siguientes semanas y los relatos de pánicos individuales crecían conforme pasaban los días. Un contertulio del café La Cigarra aseguraba: “El epicentro fue en el patio de mi casa, porque eso se movió muy horrible”. En realidad, se localizó en el municipio de El Cairo, norte del Valle del Cauca, y se sintió desde Caracas hasta Tumaco, donde tres semanas más tarde otro sismo provocó un maremoto que causó gran destrucción.
Mañana se cumplirán cuatro decenios de aquella sacudida telúrica y desde entonces no hubo nada que se le pareciera. En los lotes ocupados por las casas colapsadas o edificios demolidos construyeron otros de mayor altura. ¿Resistirán un embate similar? En mis ya casi viejos oídos resuena todavía la advertencia de los ingenieros de la época: “Es mejor no torear las laderas de Manizales”.
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