En un antagonismo dañino fácilmente evitable, se está convirtiendo la reacción de los altos mandos del Batallón Ayacucho a la columna de Adriana Villegas Botero, No es broma, es violencia, publicada por LA PATRIA en octubre 18. Versa sobre unos cantos escuchados por ella como vecina de la base militar, ofensivos hacia la dignidad humana en general.
Cantar durante el trote es un viejo y efectivo método para mejorar la resistencia física. El oficial o suboficial al mando entona un verso y los soldados repiten. Las letras suelen ser irrelevantes y hasta carentes de sentido, porque su único propósito es marcar el ritmo. Cuando son improvisadas, se arriesga a caer en la vulgaridad y la chabacanería, tal vez inspiradas en Maluma y sus ramplones congéneres.
Las letras pueden contener mensajes subliminales para reclutas disciplinados en la obediencia irrestricta. Como sucede en todos los ejércitos del mundo, la palabra de un superior no se discute y ellos están para acatar, no para pensar.
Si el instructor repite “yo nunca tuve madre, ni nunca la tendré. / Si alguna vez yo tuve, con mis manos la ahorqué”, en el inconsciente del soldado va tomando forma la idea: “Si mi cabo o mi sargento lo dicen, debe ser legal” ahorcar a la mamá o sacar los ojos a la novia. Los sicólogos dicen que el inconsciente es literal, más en jóvenes cuyas nociones del bien y el mal suelen ser confusas.
A lo cual, debe agregarse que en las instituciones cerradas, sean eclesiásticas, académicas, científicas o militares, se fomenta la conciencia de superioridad sobre el resto de la especie humana. El orgullo de pertenecer a una, fomenta la exclusión de los no iniciados. En el caso que nos ocupa, al ‘civil’ se lo ve como inferior.
Adriana Villegas advirtió acerca de algo indebido y subsanable. Nada más. Cumplió con el deber del buen periodista y de todo ciudadano.
Podría suponerse que al comandante de la guarnición le hubiera sido fácil anunciar que tomó nota de la columna y averiguaría lo sucedido, prometiendo que los cantos no se repetirán, para no perjudicar la imagen de la institución y mantener la armonía con la comunidad. Pareciera de sentido común.
Pero no. Tal vez la condición de civil de la periodista tocó el orgullo militar y se tomó el camino tortuoso de una investigación disciplinaria, llamando a Adriana a rendir testimonio. Como si lo escrito no bastara. Y con innecesaria exhibición de poder, se le negó información sobre el proceso, al cual tiene derecho como parte involuntaria y la asesoría de la Fundación para la Libertad de Prensa durante la audiencia. “El incumplimiento a esta diligencia le hará acreedor a las sanciones de ley”, advirtieron ominosamente desde el batallón.
¿Para qué tanto barullo? La situación no está para intimidar al ciudadano, ni para cazar brujas adentro. El episodio no lo amerita y tantos episodios dolorosos recientes, protagonizados por algunos de sus miembros, están empañando la buena imagen que han tenido siempre las Fuerzas Militares y echando a perder la buena disposición de la sociedad hacia ellas.
Si la columna hubiera sido tomada por las buenas, como habría sido lo ideal, se entendería como la oportunidad de educar con un repertorio de cánticos de carácter oficial, con contenidos positivos y respetuosos, para no dejarlos al libre albedrío de los mandos inferiores. Así no habría necesidad de llevar a nadie a la hoguera… por lo menos, al calabozo.
El soldado debe ser formado con conciencia ciudadana y respeto por el ‘otro’, el no militar. Hasta ahora no se ha demostrado que la decencia socave la marcialidad.
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