Protestar contra una medida gubernamental desacertada, es un derecho fundamental propio del sistema llamado democracia. Es una forma de comunicación popular, cuando un gobierno teóricamente democrático se desconecta de la sociedad a la cual dice representar. También es importante, por ser una manera de verificar la incapacidad administrativa de solucionar las necesidades colectivas. Su única condición es ser pacífica y respetuosa
En el caso de la sólida pero deforme democracia colombiana, las protestas colectivas de las recientes semanas tuvieron por finalidad inicial rechazar un proyecto de reforma tributaria, perverso hasta el sadismo. Apuntaba (y apuntará) contra personas cuyos ingresos no son ocultables y están gravados de muchas formas. A la vez, alcahuetea a quienes pueden -y deberían- pagar los impuestos más altos. Su finalidad inicial era tapar la tronera fiscal abierta por la política de repartir dinero a manos llenas, para medio disimular los vergonzosos índices de rechazo que muestra el actual gobierno.
Símbolo de ese atentado fue un ministro de Hacienda que en dos periodos obró con una frialdad y una falta de empatía social, que envidiaría un ‘Kommandant’ de campo de concentración nazi. En lugar de proteger a una población todavía más empobrecida por causa de la pandemia, pretendió clavarle los colmillos estatales, para chupar lo que le queda de sangre.
La satisfecha ignorancia que de la realidad dio muestras, colmó la paciencia colectiva. Estalló la indignación, no solo contra el malhadado proyecto, sino contra innumerables desaciertos y atropellos provenientes de un mandato frívolo e incapaz. Era importante protestar.
Millones de personas se volcaron a las calles de ciudades y pueblos a exigir pacíficamente, aun a riesgo de la salud. No contaban con que también se abrirían cloacas de donde brotaron hordas de delincuentes para destruir, saquear y matar, no en nombre del enojo colectivo, sino del beneficio propio, material o político. Esto despertó el monstruo armado oficial, cuyos excesos revelan una ira no contenida, confirmada por policías que prefirieron renunciar antes que matar o hacerse matar. (No deja de ser sospechoso que los pacíficos hayan aportado la mayor cantidad de muertos).
La necesidad de contener a los violentos se volvió prioridad. Lo urgente se impuso; lo importante pasó a segundo plano y fue satanizado con una campaña de desinformación, que equiparó a los ciudadanos inconformes con los criminales.
A ello contribuye una especie de vandalismo cibernético, impulsado por personas que divulgan, o reenvían, mensajes de odio -social, racial y económico-, justifican y aplauden cada muerte en las calles, por considerarla necesaria. Con unos aires de superioridad que recuerdan a los españoles de la Colonia proclaman implícitamente: “Yo soy bueno, trabajador y honrado; el resto es malo, vago y hampón”.
Son tan peligrosos como los vándalos, porque los daños materiales causados por estos pueden ser reparados y resarcidas las pérdidas económicas, más pronto o más tarde. En cambio, las enfermizas palabras seguirán multiplicando la animadversión y el desprecio, celebrando el asesinato de los ‘otros’.
El gran beneficiado con este caos es el mismo gobierno. Se concentró en apagar el fuego y se libró de buscar la solución para las causas. Atendió con su estilo chapucero lo urgente y dejó de lado lo importante. En consecuencia, los problemas se agravarán, la indignación colectiva irá en aumento y pronto ya no se necesitará de un ministro arrogante para encender la chispa. Ojalá no llegue tan inminente día.
Por lo pronto, es evidente que la penosa ineptitud del presidente es un factor de distracción. Mientras atrae toda la humorística mordacidad colectiva, atrás obra a sus anchas un tenebroso régimen, soportado en el autismo y la corrupción.
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