El pasado lunes, mientras millones de colombianos dedicaban su atención a la desesperanzadora campaña presidencial y el vergonzoso manejo del fútbol profesional, un poco menos a las atrocidades del Hitler ruso, la Academia Colombiana de Historia (ACH) celebró 120 años de fundada. Sin tanto ruido, por supuesto, pues lo perdurable suele ser más silencioso que lo efímero.
Tal vez el bullicio externo realce su trabajo sosegado. La institución surgió el 9 de mayo de 1902, en medio del fragor de los disparos de la Guerra de los Mil Días. Fue establecida por decreto del entonces Ministerio de Instrucción Pública, para acometer “el estudio cuidadoso y el análisis de la historia de Colombia, desde los tiempos prehispánicos hasta el presente”. Su denominación inicial fue Comisión de Historia y Antigüedades Patrias. Su misión es cultural, en el más amplio sentido de la palabra, no solo historicista.
Sus primeros miembros se repartieron en seis comisiones: la Histórica-Bibliográfica se encargó de bibliotecas y archivos; la Arqueológica se dedicó a museos y objetos históricos: la Artística y de Antigüedades se ocupó de monumentos, edificios y objetos artísticos; para la Etnológica fue el estudio de tradiciones, lenguas y razas nacionales, y la Geográfica tuvo a su cargo la recuperación y estudio de mapas antiguos de Colombia, entre otras actividades.
De ahí que entre los miembros fundadores figure el gran poeta Adolfo León Gómez, cercano a algunos integrantes de la coexistente Gruta Simbólica. De esta tertulia intelectual, bohemia y parrandera surgieron hermosos poemas y pasillos, que sobreviven a pesar del reguetón, esa horripilante ametralladora de vulgaridades que pretende ser música y poesía, sin ser una ni otra. Al propio Gómez se le recuerda por sus versos ‘Las noches de Agua de Dios’, cuando fue confinado en ese municipio cundinamarqués convertido en leprocomio. Poco después, Carlos Vieco les escribió una música que todavía se interpreta, a pesar de los pesares.
En 1916, la ACH empezó a publicar el Boletín de Historia y Antigüedades, cuya edición n° 873 fue presentada el lunes pasado. Desde 1926, la entidad, hoy de carácter privado, funciona en una hermosa casona del siglo XIX, situada a una cuadra del Capitolio Nacional (nadie está libre de tener malos vecinos). Esa sede alberga una impresionante biblioteca de libros antiguos y modernos, y una respetable colección de arte colonial y republicano, entre cuadros y esculturas.
Otra misión de la academia colombiana es promover la fundación de entidades similares en los departamentos y municipios del país. La caldense es una de las más activas. Todas, la nacional y las regionales, adquirieron todavía más importancia desde la supresión de la cátedra de historia en escuelas y colegios, por el gobierno del intelectual y humanista Belisario Betancur. Y la tendrán cada vez más, visto en lo que quedó la ley 1874 de 2017, que ordenó restablecer la enseñanza de nuestra historia, que tiene en el Ministerio de Educación su peor enemigo. El resultado es una chapucería acorde con el estilo del actual régimen. A pesar de la importancia del papel que desempeña, la ACH no despierta el interés en los medios de comunicación y es desconocida por el gran público. La discreción en su labor le valió una imagen distorsionada, la de ser un cenáculo de viejitos bogotanos que entretienen sus años dorados desempolvando papeles ilegibles. Si bien el estudio de la historia es un arte de gente mayor, entre sus miembros hay intelectuales de todas las edades y regiones, que están muy al tanto de la actualidad.
Todos, desde la diversidad de sus disciplinas, honran el lema de la institución: ‘Veritas ante omnia’. La verdad ante todo.
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